CATALEJO

Los accidentes son efectos de errores

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A partir de mañana comienza el feriado de Semana Santa y con ello el aumento desmesurado de la cantidad de vehículos de cualquier tipo y tamaño circulando por las carreteras del país, pero también de otros medios de comunicación, como las lanchas. Las entidades de servicio se preparan para atender toda clase de emergencias, los hospitales hacen lo mismo para recibir a personas protagonistas de accidentes, y en general los guatemaltecos consideramos a estas fiestas y a otras, como las del fin de año, como épocas en las cuales ocurre un natural y en la práctica inevitable incremento del número de personas fallecidas por causa de estos percances, cuyo número se incrementa a causa de la nula o escasa cultura de pensar en términos de seguridad.

Es correcto pensar en los accidentes como el efecto de una serie de factores generalmente evitables. No ocurren; se crean. No es un accidente conducir sin usar el cinturón de seguridad, o hacerlo ebrio, en noche lluviosa, a toda velocidad en un camino con neblina. Al hacer esto se está invitando, por decirlo así, a un percance muchas veces convertido en el fin de vidas humanas —ya sea la propia, la de personas cercanas o de gente desconocida— o en un parteaguas en la existencia, cuando se derivan condenas de cárcel, largas hospitalizaciones o males irrecuperables, como una parálisis. La poca costumbre de pensar en las consecuencias de un hecho de esa naturaleza constituye el punto de partida de tales situaciones. La frase “esto no me pasará a mí”, alguna vez no se cumple, y cuando eso ocurre, se esconde la verdad de ser el producto de irreflexión.

La velocidad es, sin duda, la causa principal de los accidentes automovilísticos. El concepto de su exceso se afianza a causa de pensar en kilómetros por hora recorridos, en vez de metros por segundo. Por ejemplo: “ir a 60” da un mensaje distinto a “ir a 17 metros en el mismo lapso de un trinar de los dedos”, o recorrer el largo de un campo de futbol en el tiempo necesario para contar de uno a seis. La razón es simple: pensar en miles de metros entre miles de segundos da un resultado distinto a pensar en cantidades más cercanas a la realidad, por decirlo de esa manera. Por eso, cuando alguien circula a 120 kilómetros por hora, en realidad no tiene idea de su significado: recorrer ese campo de futbol en tres segundos. Y no es el único razonamiento para convencer a la gente de la inutilidad de conducir a altas velocidades en nuestras calles y carreteras.

Desde el punto de vista teórico, ir a 90 por hora en vez de 60, llega 19 minutos antes a un lugar situado a 120 kilómetros de distancia, pero esto solo ocurre si se mantiene constante tal velocidad. Pero ello no es así realmente, por factores como el mal estado de los caminos, sus curvas, el tráfico, maniobras intempestivas de los conductores, etc. Si ello reduce el tiempo en 12 minutos, la diferencia real es de solo 7. No vale la pena el riesgo. Se justifica el pensamiento de quienes manejan con mesura porque ni el mar, ni el lago, ni ningún otro punto de llegada se van a quitar de donde están: al fin y al cambo han estado allí durante miles de años. Es un aumento totalmente injustificado y potenciador de los riesgos implícitos en el simple hecho de manejar.

En la lista de causas de los accidentes, el licor ocupa lugar primordial porque se convierte en un factor acompañado, generalmente, con otros. La cultura de la seguridad señala la buena idea de tener a un chofer designado voluntariamente para no permitir a los pasajeros intercambiarse en el timón. En el caso de los vehículos acuáticos, las precauciones deben ser aún mayores a causa de la velocidad más lenta de las reacciones de los motores en el agua. Todo lo anterior constituye nada más un pequeño listado de aplicaciones de la necesidad de pensar en términos de seguridad. Y finalmente, creo útil señalar a estos riesgos como resultado de una capacidad intelectual en algo disminuida, con independencia de cualquier nivel académico, económico o social.

ESCRITO POR:

Mario Antonio Sandoval

Periodista desde 1966. Presidente de Guatevisión. Catedrático de Ética y de Redacción Periodística en las universidades Landívar, San Carlos de Guatemala y Francisco Marroquín. Exdirector de la Academia Guatemalteca de la Lengua.

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