SIN FRONTERAS

Migración: objetividad contra la polarización

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No hay duda de que vivimos una cruzada ideológica que empuja perniciosamente hacia los extremos. Con frecuencia, expresiones radicales conducen a reacciones que tampoco priorizan la objetividad o la búsqueda de soluciones de beneficio general. Vemos esto en la política que gira en torno a la migración masiva internacional, donde repugnantes expresiones de racismo y xenofobia motivan a una idealización de la migración y de las personas migrantes. Pero esta postura idílica tampoco pone sobre la mesa los problemas que afloran por los cambios fundamentales a los que están expuestos los pueblos afectados por el fenómeno. El discurso discriminatorio de la migración se ha extendido, en especial desde el surgimiento de la figura política de Donald Trump. Y es cierto que hoy —más que nunca— millones de estadounidenses discriminan, odiando y temiendo irracionalmente a los que provienen de nuestros países. Pero también es innegable que hay otros millones que, sin ser racistas o xenófobos, tienen preocupaciones legítimas sobre los cambios en su entorno, debido a la recepción de enormes poblaciones que no vivían allí, hace solo unas pocas décadas.

Hay miles de ejemplos. Pero ilustrativo es el caso del pequeño Georgetown, en Delaware. En la década de los años 90, una revolución en la industria del pollo demandó mano de obra. Entre muchos otros, este pueblo colonial fue tomado por una oleada de trabajadores que respondieron a la convocatoria laboral. La mayoría, guatemaltecos humildes que llegaban de las tierras frías de San Marcos. Pero de pronto esta villa, que celosamente guarda la historia de uno de los primeros asentamientos ingleses, vio cómo su centenaria identidad era amenazada por una cultura diferente. Platiqué en ese entonces con el alcalde local, que no sabía cómo enfrentar los problemas. Lo recuerdo quejarse de que las familias chapinas habían ocupado las casas victorianas del centro y que no respetaban las normas de conservación de los edificios históricos. Las casas tenían un límite ocupacional —digamos de seis personas— y los chapines —arrechos y animosos— se turnaban los espacios por jornadas. Había casas deteriorándose, pues eran ocupadas por 30 personas. La identidad histórica del pueblo estaba en riesgo.

En ese entonces, en los años 90, se estimaba que en EE. UU. vivía un millón de guatemaltecos. Ahora, veinte años después, nuestro gobierno reconoce que no menos de tres millones de los nuestros viven allá. Y cifras reveladas por EE. UU. denuncian que la ola de guatemaltecos migrantes crece sin detenerse, permitiendo pensar que la presente será la década de mayor crecimiento guatemalteco en la unión americana. Debido a las formas particulares de la migración indígena, una mayoría se asentará en pueblos pequeños como Georgetown, haciendo crecer las preguntas de las familias locales sobre la identidad de sus vecindarios, sobre sus futuros y el de sus hijos, que demográficamente se están viendo superados.

El fenómeno de la migración es complejo, y demanda esfuerzos serios para responder las preocupaciones legítimas de los pueblos. Pero es lamentable que los políticos no comparten esta visión, y ofrecen, en cambio, medidas irracionales y deshumanizadas, como el encarcelamiento de personas valiosas, la desintegración de familias inocentes y la persecución ideológica de un pueblo que aporta. Estas medidas, crueles como son, no han reducido los flujos migratorios. En cambio, solo han alimentado una polarización irreflexiva, que sirve de obstáculo para el entendimiento de dos naciones que tienen intereses comunes para resolver esta tragedia humanitaria.

ESCRITO POR:

Pedro Pablo Solares

Especialista en migración de guatemaltecos en Estados Unidos. Creador de redes de contacto con comunidades migrantes, asesor para proyectos de aplicación pública y privada. Abogado de formación.