CATALEJO

Necesaria dieta para quitar grasa política

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A la luz de las realidades de la situación actual de un país, muchas veces se vuelve necesario hablar de la necesidad de analizar algunos de los derechos de la democracia, para decidir si es adecuado y sobre todo efectivo ampliarlos o suspenderlos temporalmente —ojo: temporalmente—, o para establecer normas a fin de asegurar el interés ciudadano y con ello la efectividad democrática. La idea básica es esta: los derechos no pueden ser obligatorios y la libertad individual debe incluir la decisión de no utilizarlos, por cualquier razón. Pongo un ejemplo: existe el derecho de emigrar del lugar de nacimiento para residir en cualquier parte del territorio nacional, pero este debe incluir el derecho de no ejercerlo y quedarse a vivir toda la vida en el lugar donde se ha nacido.

Por aparte, normar los derechos de ninguna manera puede calificarse de discriminatorio si es para la totalidad de los ciudadanos. Por ejemplo: los sacerdotes no pueden ser candidatos y esto sólo se vuelve discriminatorio si no estuvieran incluidos los pastores no-católicos. Son ejemplos sencillos sólo para ilustrar el punto. Es el caso de la presidencia de la república: no la pueden ejercer quienes tienen menos de 40 años, a pesar de ser la mayoría de la población. Así como una persona con sobrepeso debe ponerse a dieta, una sociedad obesa de “partidos” políticos también debe hacer lo mismo. Más partidos de sobremesa y de supuestos líderes autonombrados, no implica una mejor salud democrática. La tragedia política actual es resultado directo de esa multiplicidad.

La creación de normas se vuelve indispensable porque ha sido aplicado en forma abusiva el criterio de “se puede hacer todo aquello que no está vedado por la ley”, cuya validez depende de un mínimo de decencia, pero también de una actitud maniqueísta, es decir, “si no es blanco, es negro”, lo cual olvida el factor elemental de la inexistencia de dichos colores en estado puro, porque en realidad se trata de una variedad de grises, desde aquel con uno por ciento de negro, hasta de 99 por ciento de ese color, y viceversa. Por aparte, esa misma realidad objetiva demuestra claramente los resultados adversos de ideas concretadas porque se pensó en resultados diferentes. Los conceptos deben tener cambios y adaptaciones según el paso del tiempo y los avances de las sociedades.

En la Grecia antigua, la democracia era ejercida por los ciudadanos, es decir: varones adultos, con adiestramiento militar y sin deudas, no así las mujeres y los esclavos. Pero ese factor no le quita importancia a dicho sistema, porque estamos hablando en el mundo del siglo V antes de Cristo. Ahora sería impensable y absurdo sugerir la eliminación femenina como sujeto para elegir y ser electo. Sin embargo, a causa de la situación actual la inscripción automática de los ciudadanos al cumplir la mayoría de edad no implica lo más importante del voto: el deseo de ejercerlo. La libertad humana debe incluir la posibilidad de no ejercerlo. Desde esa perspectiva no tiene sentido el voto obligatorio de algunos países: da la falsa idea del deseo popular de participación.

Vuelvo a decir: es un tema difícil de comprender para quienes piensan en términos éticos, de deontología —el hecho en sí— de las acciones humanas, y no en la teleología —las consecuencias del hecho—. Por eso resulta injusto cuando se acusa a los ciudadanos de ser culpables de los malos gobiernos porque votaron por alguien, normalmente el “menos peor”. Esta crítica sería válida si en Guatemala existieran partidos políticos, no agrupaciones realmente convertidas en una horda de seguidores a algún iluminado rodeado de gente dispuesta al pillaje. Si a ello le agregamos la falta de educación y de interés en todos los niveles sociales, sin excepción, los gobiernos nunca pueden ser lo merecido por los guatemaltecos, víctimas de la grotesca propaganda y de las falacias.

ESCRITO POR:

Mario Antonio Sandoval

Periodista desde 1966. Presidente de Guatevisión. Catedrático de Ética y de Redacción Periodística en las universidades Landívar, San Carlos de Guatemala y Francisco Marroquín. Exdirector de la Academia Guatemalteca de la Lengua.