EDITORIAL

Se debe recuperar el municipalismo

Si bien la Constitución de la República garantiza la autonomía municipal, esta no puede continuar siendo entendida como un poder feudal centrado en la visión cerrada y egocéntrica de ciertos alcaldes. El Código Municipal establece que a un municipio lo conforma la población, el territorio, la autoridad ejercida en representación de los habitantes, la comunidad organizada, la capacidad económica, el ordenamiento jurídico local y el patrimonio.

Estas consideraciones surgen a partir de los reportes de egresos y recursos ejecutados de forma no solo ineficiente sino dispendiosa en alcaldías repartidas en todo el país, muchas de las cuales han contraído deudas luego convertidas en un lastre impagable, sin que se hayan completado los fines colectivos que justificaron su adquisición.

Existen abundantes ejemplos de alcaldes que se consideran reyezuelos absolutos en sus territorios y por ello no toleran la más mínima oposición de los concejos —si no los controlan— o de nadie más. Cuando los corresponsales y otros periodistas y comentaristas publican artículos que cuestionan la calidad de su administración, hay reclamos e incluso amenazas, que surgen precisamente de una deficiente comprensión del concepto de autonomía. Esto ocurre en los departamentos, pero sobre todo en la capital.

Los regímenes autoritarios que abundaron en Guatemala durante la Colonia y ya en la época independiente debilitaron y distorsionaron la cultura municipalista, al superponer las decisiones monárquicas o presidenciales por encima del interés general. Por eso, la capacidad de autogestión, emprendimiento y búsqueda de consensos locales se ha hecho difícil de recuperar. Hay ejemplos, muy pocos, de alcaldes y concejos que saben abrir los ojos y oídos hacia las necesidades y demandas de sus habitantes, hayan votado o no por ellos.

Por aparte, la representación del conjunto de los alcaldes del país también necesita ser revisada. Se encuentra en juego la presidencia de la Asociación Nacional de Municipalidades, una organización llamada a jugar un papel fundamental en el desarrollo local y nacional, a través del diálogo y de compartir experiencias administrativas eficientes, cooperación e interlocución entre alcaldías y mancomunidades foráneas.

Lamentablemente, en época reciente, la Anam ha sido vista como un bastión de presión política a conveniencia de quien se encuentre presidiéndola. Los dos aspirantes visibles para conducir esta organización no tienen agendas marcadamente distintas, por lo cual es solo una contienda entre obvios y oscuros intereses personales.

Es obvio que en el año preelectoral existen figuras que tienen el derecho de aspirar a una reelección o proyectarse para buscar otro cargo de elección popular, pero lo cuestionable es que pretendan ganarse el favor de quienes ejercen otros poderes del Estado o perfilarse como potenciales delfines cuando en sus respectivos municipios poco o nada han hecho para mejorar la calidad de vida de los habitantes.

Los 338 alcaldes restantes bien harían en buscar otras opciones para intentar una renovación, que vaya más allá del afán electorero y la búsqueda de protagonismos inconvenientes e injustificados.

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