CABLE A TIERRA

¿Por qué nos tienen miedo?

Cuesta creer que a estas alturas del siglo XXI todavía estamos debatiendo si en Guatemala es pertinente o no introducir medidas específicas en el marco legal nacional para garantizar que las mujeres tengamos acceso efectivo al sistema político y así tener oportunidad real de ser electas para un cargo público. Parece ser que la abundante evidencia disponible acerca de la situación de desventaja sistemática en que vive la mayor parte de las mujeres no es suficiente para convencer a los escépticos de que existen barreras adicionales que las mujeres debemos enfrentar y vencer si queremos involucrarnos en la política, en la economía y casi en prácticamente cualquier esfera que no sea la del hogar. Es por ello que se requiere introducir, precisamente, mecanismos y herramientas complementarias que nos ayuden a eliminarlas más rápidamente que lo que permite el ritmo inercial del cambio cultural.

La que desata pasiones en la coyuntura es la paridad y alternabilidad de género y étnica, contenida en la propuesta de reformas a la Ley Electoral y de Partidos Políticos (LEPP). Guatemala va a la zaga de Latinoamérica: Nuestra Constitución, en su artículo 4, afirma el principio de igualdad entre hombres y mujeres, lo cual apenas si la pone a tono con lo que establecen otras Constituciones y marcos legales complementarios que existen ya en otros países de la región: Brasil, Bolivia, Colombia, Cuba, Chile, México, Nicaragua, Paraguay y Venezuela. En Ecuador, desde el 2004, la paridad y la alternabilidad en procesos electorales ya es un hecho regulado en ley; en Costa Rica, esto ocurre desde el 2007; en Honduras, la paridad entre género en el acceso a puestos de elección será efectiva a partir de las próximas elecciones generales; esto pasa en Nicaragua desde el 2012, al igual que en Panamá.

Frente a estos ejemplos, surgen siempre los argumentos de que el único criterio que debería existir es el mérito, como que en la probabilidad de llegar a acumularlo no estuviera mediado por otros factores, entre ellos el género, la condición socioeconómica o la etnicidad, que siguen siendo importantes predictores de cómo le irá a una en cuanto a oportunidades en la vida. ¿Acaso las personas indígenas, que enfrentan barreras de acceso hasta para alimentarse, podrían acumular el “mérito”, requerido bajo esas circunstancias de desventaja?

Además, seamos honestos: aquí, el “mérito” hace ratos que fue sustituido por la capacidad de pagar un espacio en los listados de los partidos. ¿Cuántas mujeres tienen capital para ello? Además, ¿queremos ese tipo de mujeres y hombres en la práctica política? ¡Por supuesto que no! Queremos ver que las autoridades públicas reflejan y representan quiénes somos; y en ello, un parámetro fundamental debería ser la composición demográfica (sexo, etnicidad y edad, por lo menos), así como condición socioeconómica. ¿Si somos más o menos la mitad de mujeres y hombres en el país, ¿por qué no hemos de ser la mitad de las representaciones en la política?

Pero, claro, introducir medidas de equidad consolida la democracia y les quita poder; les costará más disfrazar sus ambiciones, el clientelismo, los cacicazgos y la compra-venta de la conciencia y el voto; ¡a eso le tienen miedo seguramente!

Ciertamente, las reformas a la LEPP no responden a todo lo que necesitamos para revitalizar el sistema político, pero si encima de eso permitimos que los de siempre eliminen hasta esas medidas básicas de equidad, difícilmente llegaremos a ver la renovación de la clase política en el país. Sin paridad de género, la política no es democrática ni representativa.

karin.slowing@gmail.com

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