DE MIS NOTAS
Samba mortal
Al enumerar los problemas económicos y políticos que enfrenta Brasil podríamos llenar una larga lista, debido a los errores cometidos durante los gobiernos populistas que, como dijera el premio nobel Milton Friedman, están pasando su factura hoy con todo el peso de la realidad, “porque no hay almuerzo gratis”.
Despilfarrar plata a manos de llenas en megaproyectos ha hundido a países más ricos que Brasil, un gigante con un cuerpo enorme y una cabeza bamboleante enfrentando acusaciones de corrupción a todo nivel y el peso de una situación económica con presagio de debacle. Sumado a esto, las restricciones de su propia Constitución le impiden tomar las medidas correctivas requeridas para enfrentar la crisis.
Con este horizonte —atados de manos y pies—, Brasil se ha venido moviendo hacia una catástrofe de larga duración y efecto: la recesión más larga de su historia y el escándalo por corrupción más álgido en su memoria política. Se predice que para finales del 2016 su producto interno bruto estará 8 por ciento más bajo que en el 2014. Dos agencias de calificación han bajado su deuda a nivel de chatarra. Los precios de los commodities, petróleo, hierro y soya, están en niveles de picada completa.
La perfecta tormenta se ha venido gestando desde la transición democrática de 1988, con una mal dirigida política del gasto público y una constitución atiborrada de promesas populistas impertinentes a una Carta Magna, como obligar por decreto constitucional a semanas de 44 horas de trabajo (¿?); retiro a los 65 y 60 años para hombres y mujeres, respectivamente, y en un inciso, obligando a que el poder adquisitivo de los beneficios deban ser preservados, lo cual genera una presión enorme de obligado gasto público. El 90 por ciento del presupuesto federal está atado al fondo constitucional.
Y si los problemas estructurales de la economía brasileña tienen su origen en estas deformaciones democráticas congénitas, que limitan la productividad y aumentan el gasto público, es su sistema político, específicamente, el Congreso —como lo señala un análisis de la revista Economist—, que “atrae lo venal y repele lo honesto” con diputados que hacen cada vez más débiles cada Congreso entrante.
Como el caso de Guatemala, el pueblo está poniendo más atención y tiene más fe en algunos jueces, especialmente los que están llevando a cabo las investigaciones de corrupción contra 37 diputados miembros de la bancada de la presidente Rousseff y otros altos dirigentes de Petrobras, complicados en el escándalo que toca los niveles más altos de su administración.
Similar lección estamos aprendiendo en Guatemala: corrupción rampante y un gasto opaco y de baja calidad. Mal manejo de la política fiscal con déficits peligrosos. Un desempeño legislativo nulo. La tormenta perfecta.
Seguir con congresos como los que hemos tenido que soportar durante la última década, solo confirmaría la maldición de la misma enfermedad. Esta nueva administración es un respiro esperado que el pueblo demanda, y por ende la hoja de ruta es clara.
De cara a los desafíos que nos esperan, nuestro país requiere un cambio radical en la dirección de las políticas públicas. En mejorar la gestión y calidad del gasto público y la gestión por resultados. En el fortalecimiento del sistema de seguridad y justicia, fortaleciendo capacidades gerenciales y operativas. En la resolución de los problemas que afectan nuestra competitividad, incrementando el uso de la tecnología y la industrialización para generar mejores empleos formales, para producir productos de alto valor agregado, por mencionar algunos.
Los cierres de círculos tienen la ventaja de brindar oportunidades de cambios. No hay duda de que el círculo que estamos cerrando abre esa ventana de esperanza. Solo falta que “todos” estemos a bordo. Este país no puede salir adelante sin el concurso y la activa participación de “todos” los guatemaltecos.
¿Se apunta?