EDITORIAL

Transfuguismo, fantoche político

Entre la serie de actitudes de los diputados que provocan mayor rechazo de la ciudadanía, el transfuguismo es una de las más sobresalientes. Se le considera, con toda validez, como el resultado directo de las ambiciones personales más abyectas demostradas entre quienes llegan a las curules como consecuencia directa de un sistema de elección por bloques, no por personas.

Esta forma de obtener las representaciones partidistas en el Parlamento cada vez demuestra ser la fuente del desprestigio, que se deriva de un sistema de camarillas electoreras que no se parecen en nada a lo que deben ser los partidos políticos dentro de la teoría democrática.

En otras palabras, es la comprobación de que la ausencia de estas instituciones es una realidad no solo evidente, sino prueba del negro futuro del país si se mantiene incólume esta manera de desvirtuar desde los cimientos en los que se debe sostener la vida política democrática con su sistema de pesos y contrapesos.

No puede existir este balance de poder si no hay ideología partidista, y por ello está ausente también cualquier atisbo de planificación. Tampoco puede funcionar el país si no existe la carrera de servidores públicos, es decir de personas que dediquen su vida profesional a realizar lo que se puede llamar la carpintería de la administración pública, sin temor a súbitos cambios derivados de las reparticiones de puestos entre gente incapaz, que de esa forma recibe un pago por su activismo a favor de algún candidato.

Eso provoca que cada cuatro años el aparato estatal comience de nuevo en un cien por ciento, tanto en las directrices y los criterios asumidos como en las personas escogidas para llevarlos a cabo. A ello se une que quienes llegan al Congreso lo hacen con el objetivo del enriquecimiento por la vía de empresas propias o con las que están relacionados, o por el atajo de la venta al mejor postor de los votos necesarios para la emisión de leyes inconvenientes para los legítimos intereses de la ciudadanía.

Es grotesco, por decir lo mínimo, el hecho de que 91 de los 148 diputados —es decir, el 61% o dos de cada tres— se hayan cambiado de bandería política. Esto convalida el rechazo poblacional al Poder Legislativo, lo cual se afianza debido a la ausencia de cualidades personales para ejercer las diputaciones con un mínimo de respeto a la dignidad que tienen esos cargos, pero que no la poseen quienes los ocupan. Lo demuestran sus actitudes repudiables, rayanas en lo increíble.

Al evidenciarse también que los nuevos diputados poseen los mismos defectos, se comprueba que no es un asunto de juventud ni de sexo ni de etnia. Estos tres factores no implican diferencia alguna cuando hay ausencia de valores. Lo peor de todo es que la veda al transfuguismo terminará cuando comience el próximo proceso electoral, lo cual, en la práctica, significa que la prohibición de cambiarse de partido solo durará alrededor de dos años y medio, tiempo suficiente, pese a todo, para resquebrajar todavía más la confianza ciudadana en las agrupaciones políticas y quienes las dirigen e integran.

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