Opinión: El mundo en desarrollo es un polvorín

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Las imágenes que salen de la Sudáfrica devastada por los disturbios son espantosas. El martes 13 de julio, una mujer en un edificio incendiado, aparentemente por saqueadores, tuvo que arrojar a su hijo hacia la anhelada seguridad de una multitud que estaba mucho más abajo. Los trabajadores de los servicios de emergencia han sido atacados en varios lugares; por esta razón, un servicio médico comenzó a transportar a los heridos en una ambulancia blindada. En gran parte del distrito central de la ciudad portuaria de Durban, la policía se vio rebasada y los centros comerciales y las tiendas fueron saqueados.

El presidente de la nación, Cyril Ramaphosa, advirtió no azuzar el conflicto étnico, una amenaza que sus críticos consideraron infundada y que solo sirvió para aumentar las tensiones.

Pero esta semana, mientras deslizaba las fotos y videos compartidos en los chats grupales de mis familiares sudafricanos, me sorprendió la gran cantidad de publicaciones que sugerían un sabor incluso más amargo de fatalidad: una especie de colapso psicológico.

Lo que comenzó la semana pasada como varias protestas dispersas por el encarcelamiento de Jacob Zuma, expresidente de la nación, se ha convertido en un pillaje sin ningún sentido e intención, tan indiscriminado que parece casi catártico. El lunes 12 de julio, justo cuando Ramaphosa prometía en un monótono discurso a la nación que sería severo con los saqueadores, una pantalla dividida mostraba a una multitud que, sin enfrentar ningún tipo de resistencia, irrumpía en un banco, pero no cualquier banco, sino un banco de sangre. Mientras tanto, nadie parece saber qué está sucediendo en realidad, y la desinformación se propaga a través de una población confinada y dependiente de las pantallas.

Sudáfrica ha sido una nación muy frágil durante mucho tiempo. Es un lugar con persistentes dificultades económicas, desigualdad impactante, violencia intolerable y una animosidad racial que todavía acecha bajo cada controversia nacional (¿les suena familiar?). Pero hasta esta semana nunca había considerado con seriedad la idea de que el país pudiera desmoronarse de forma repentina. Como se evidenció en la transición sin sangre del dominio racista en el país, aún con todos los problemas que ha tenido, hubo una estabilidad social fundamental que sustentaba a la sociedad sudafricana y que creí que perduraría.

Pero ahora pareciera que se ha perdido algo crucial. Es posible que el coronavirus le haya asestado a Sudáfrica un golpe que ni siquiera el sida pudo darle, y esté llevando al país de mi nacimiento por el camino descendiente de la locura, hundiendo a la sociedad en el abismo.

La posibilidad de un colapso así me aterroriza, no solo como sudafricano nativo, sino como estadounidense. Gracias a la vacunación masiva se está empezando a ver la luz al final del túnel en las regiones privilegiadas del mundo, a pesar de las perturbaciones sociales y políticas que el virus ha generado en Estados Unidos. Pero en gran parte del resto del planeta todavía reina la oscuridad.

Lo que está sucediendo en Sudáfrica es diferente a lo que está pasando en Haití, cuyo presidente fue asesinado la semana pasada; o en Cuba, donde miles de personas salieron a las calles a protestar por el aumento de la pobreza y la indiferencia del Estado; o en Colombia, Brasil, Líbano y otros lugares donde las manifestaciones y los disturbios han estallado en los últimos meses. Sin embargo, hay un patrón común obvio que sugiere una falla sistémica: una pandemia que se niega a amainar está destruyendo sociedades. El coronavirus ha destrozado economías, ha agotado los servicios sociales, médicos y de seguridad, ha carcomido la confianza y ha facilitado el escenario para la violencia desenfrenada y la persecución política. Y en ausencia de programas efectivos de vacunación, tampoco hay lugar para la esperanza.

“Estos son lugares frágiles con muchas vulnerabilidades subyacentes”, afirmó Masood Ahmed, presidente del Centro para el Desarrollo Global, una organización sin fines de lucro que tiene como objetivo reducir la pobreza en los países en desarrollo. “Eso es lo que nos debe preocupar: a medida que pasen los meses vamos a ver a muchos más países en los que los niveles de confianza y tolerancia comenzarán a desgastarse”.

Esto no es un problema exclusivo de estas regiones. Debido a que el virus no respeta fronteras, también es nuestro. Es importante recordar que la forma en que abordemos la pandemia actual tendrá consecuencias en las numerosas amenazas mundiales que se avecinan. Si los miles de millones de personas de los países de ingresos medios y bajos del mundo continúan sintiéndose irremediablemente excluidos de cualquier posibilidad de liberarse del virus, ¿qué sucederá a medida que el cambio climático transforme el planeta?

La pobreza mundial ha disminuido significativamente en los últimos 40 años, pero debido a que el cambio climático podría representar graves amenazas para África y el sur de Asia, lugar donde vive la mayoría de la población más pobre del mundo, el Banco Mundial advierte que sin una acción oportuna será extremadamente difícil seguir reduciendo la pobreza extrema. Entre los académicos del desarrollo sigue habiendo un gran debate sobre la efectividad de la ayuda internacional para abordar los problemas internacionales. Pero como señaló Ahmed, en el caso del COVID-19, lo que el mundo rico les debe a las naciones en desarrollo no es para nada un misterio. La solución para la amenaza más urgente de Sudáfrica es la misma que para la nuestra: un programa masivo de vacunación bien organizado y financiado. Lo que falta es liderazgo y determinación global, un esfuerzo serio por parte de la comunidad internacional, con Estados Unidos a la cabeza, de librar al planeta de cualquier lugar donde el virus pueda prosperar. Algo como el puente aéreo de Berlín o el Plan Marshall, pero para vacunas.

La situación es urgente. El coronavirus ha revertido décadas de progreso en el desarrollo global. El número de personas que padecen hambre se disparó en cientos de millones el año pasado, la mayor cantidad desde al menos 2006. La paz mundial declinó por noveno año consecutivo, gracias en parte a un marcado aumento de disturbios y otras manifestaciones violentas.

Sin duda pareciera que el mundo está al borde del abismo. Y para alejarlo del peligro, se requiere de la ayuda de quienes están en terreno más estable.