Opinión: No nos están funcionando las ocho horas al día, cinco días a la semana

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Ahora que más de la mitad de los adultos estadounidenses están vacunados por completo contra la COVID-19, tanto los empresarios como los empleados han vuelto a considerar las oficinas. Están enzarzados en un conflicto sobre el momento en que volverán y, cuando lo hagan, cómo será el regreso.

Sin embargo, no deberíamos limitarnos a hablar de los parámetros de cómo hacer el trabajo en un mundo pospandémico. Deberíamos insistir en que se trabaje menos.

En realidad, el debate sobre la vuelta a la oficina es complicado. Los empresarios están acostumbrados a dictar cuándo y dónde trabajan los empleados, pero ahora hemos descubierto que mucho trabajo se puede hacer a horas extrañas entre clases a distancia y desde oficinas en casa o incluso desde la comodidad de la cama.

Así que ahora hay un tenso tira y afloja sobre cuándo y cuánta gente debería comenzar a trabajar de modo presencial y cuánta tendrán los empleados sobre ese tema. Todo el mundo está concentrado en cómo hacer que los trabajos funcionen después de una sacudida tan severa al sistema laboral previo. No obstante, la respuesta definitiva no se encontrará en las oficinas híbridas remotas y presenciales, ni siquiera en permitir que los empleados cambien sus horarios. La manera de hacer que el trabajo funcione es reducirlo.

Casi todo el mundo se puso a trabajar a máxima potencia cuando llegó la pandemia, y no hay indicios de que la situación vaya a ceder. En abril de 2020, durante el primer gran pico de COVID-19, los estadounidenses que trabajaban en casa registraban tres horas más en el trabajo cada día.

A medida que nuestros desplazamientos desaparecían, no volcábamos gran parte del tiempo extra en nuestras propias vidas, sino en nuestras reuniones por Zoom y mensajes de Slack. Trabajar en un empleo principal ocupó la mayor parte del tiempo ahorrado (el 35,3 por ciento para ser exactos); un 8,4 por ciento adicional se destinó a un segundo empleo. La línea entre el trabajo y el hogar se borró, y dejamos que el trabajo se impusiera. No es de extrañar que un tercio de los estadounidenses diga que está exhausto por trabajar en casa.

Pero mientras empezamos a recuperar con dificultad algún tipo de normalidad, no basta con que los empleados exijan que nuestros horarios vuelvan a ser los que eran. Antes de la epidemia, casi un tercio de los estadounidenses trabajaban 45 horas o más a la semana, y alrededor de ocho millones trabajaban 60 o más.

Mientras que los europeos han reducido sus horas de trabajo en aproximadamente un 30 por ciento durante el último medio siglo, las nuestras han aumentado de manera constante. Desde hace tiempo necesitamos un mejor equilibrio entre la vida laboral y la personal pero, a pesar de que con frecuencia intentamos hackear nuestras vidas despertándonos antes del amanecer o haciendo ejercicio durante el almuerzo, eso solo se puede conseguir trabajando menos.

Para los estadounidenses, que pasan entre un 7 y un 19 por ciento más de tiempo en el trabajo que los europeos, eso puede sonar a herejía. Sin embargo, deberíamos prestar atención a otros países que han llegado a esa conclusión. Este año, el gobierno español anunció un programa piloto para animar a las empresas a probar una semana laboral de cuatro días sin reducir el salario de nadie. El mes pasado, Japón publicó directrices de política económica que animan a los empresarios a hacer lo mismo. Islandia acaba de publicar los resultados de un experimento con una semana de cuatro días en Reikiavik que se llevó a cabo entre 2015 y 2019 y que constató que la productividad no disminuyó y, en algunos casos, incluso mejoró. El horario reducido demostró “que no somos solo máquinas que se limitan a trabajar”, dijo un participante islandés . “Somos personas con deseos y vidas privadas, familias y aficiones”. Los empleados declararon estar menos exhaustos y más sanos.

Trabajar demasiado tiempo es malo para nuestra salud, un factor asociado no solo con el aumento de peso y un mayor consumo de alcohol y tabaco, sino también con mayores tasas de lesiones, enfermedades y muerte. Un estudio que analizó las largas jornadas de trabajo en 194 países reveló un mayor riesgo de sufrir enfermedades cardiacas y derrames cerebrales, lo que provocó casi 745.000 muertes atribuibles. Las largas jornadas de trabajo son “el mayor factor de riesgo laboral calculado hasta la fecha”, escribieron los autores.

Sin embargo, en Estados Unidos existe una división de clases en cuanto al exceso de trabajo. La exigencia de pasar 60 horas en una oficina agota la vida de los trabajadores profesionales mejor pagados. Lo que parecería ser un problema opuesto afecta a los que están en el extremo inferior de la escala salarial. En 2016, alrededor de una décima parte de los trabajadores estadounidenses trabajaban a tiempo parcial pero intentaban conseguir más horas. A pesar de que la gente se lamenta de que estos trabajadores se niegan a volver al trabajo, gracias a las lucrativas prestaciones de desempleo, el problema suele ser el opuesto: las personas que trabajan en el comercio minorista o en la comida rápida a menudo se esfuerzan por conseguir suficientes horas para tener derecho a las prestaciones y pagar sus cuentas, tan solo para sobrevivir.

También se esfuerzan por reunirlas en un horario predecible. El 16 por ciento de los trabajadores estadounidenses tienen horarios que fluctúan en función de las necesidades de sus empleadores. Las personas que sufren un horario variable que nunca se ajusta a un horario normal de 9 a 5 no están dedicando sus horas libres al ocio. Están trabajando en segundos y terceros empleos. Están pendientes de una aplicación para saber si les van a llamar al trabajo y se apresuran a organizar el cuidado de los niños y el transporte en caso de que lo hagan. Los empresarios siguen usurpando su tiempo al obligarlos a estar disponibles en cualquier momento.

“La coincidencia entre el ejecutivo sobrecargado de trabajo y el trabajador por horas subempleado”, dice Susan Lambert, profesora de Trabajo Social de la Universidad de Chicago, es “que no pueden dedicarse del todo a su vida personal o familiar”. Los empresarios les roban tanto las horas extra que pasan delante de la computadora como las horas libres que dedican a reunir unos ingresos decentes.

Sin embargo, si todo el mundo trabajara menos, sería más fácil repartir el trabajo entre más personas. Si a los profesionales de alto nivel ya no se les exigieran 60 horas semanales, sino 30, eso supondría un trabajo extra para otra persona. Eso permitiría a más personas acceder a puestos con ingresos de clase media, sobre todo a los jóvenes que quieren poner en práctica sus estudios universitarios. Incluso podríamos garantizar a todos una base, un determinado número de horas, al mismo tiempo que bajamos el máximo. Esto obligaría a los empresarios con salarios bajos a utilizar plenamente a sus empleados y no tratarlos como piezas intercambiables a las que se puede recurrir o rechazar cuando la demanda lo requiera.

El objetivo, me dijo Lambert, es “ofrecer un trabajo razonable por persona”. No “dos para una y medio para otra”.

Una reducción del trabajo no tiene por qué significar una reducción del nivel de vida de nadie. En 1930, en plena Gran Depresión, John Maynard Keynes predijo que en 2030 solo necesitaríamos trabajar quince horas a la semana. Los avances tecnológicos y el aumento de la productividad y la prosperidad significarían que podríamos tener todo lo que necesitáramos haciendo menos. Sin embargo, aunque Keynes subestimó el salto tecnológico y de riqueza que experimentaríamos en los años intermedios, en lugar de trabajar menos, estamos trabajando más que nunca.

Eso no significa que estemos produciendo más. Hay un punto en el que simplemente no podemos exprimir más trabajo útil de nosotros mismos, no importa cuántas horas más invirtamos. Los estudios demuestran que el rendimiento de los trabajadores cae de manera drástica después de cerca de 48 horas a la semana, y los que trabajan más de 55 horas semanales tienen peor rendimiento que los que trabajan de 9 a 5. Incluso durante la pandemia, mientras las horas de trabajo se disparaban, el rendimiento se mantuvo estable, lo que significa que la productividad disminuyó.

Nada de esto es nuevo. Henry Ford es famoso por reducir los turnos de trabajo en sus fábricas de automóviles en 1914 a ocho horas diarias sin recortar el salario de los trabajadores, y fue recompensado con un auge de producción. Años más tarde, tras huelgas y movilizaciones masivas, y durante la misma depresión que inspiró a Keynes, la semana laboral de 40 horas se consagró por ley mediante la Ley de Estándares Laborales Justos. No obstante, no hay nada científico ni preestablecido en trabajar ocho horas al día, cinco días a la semana. Es solo la norma que hemos aceptado, y que cada vez superamos más.

Keynes aprovechó la oportunidad de una depresión económica generacional en la que millones de personas se quedaron sin trabajo para mirar al futuro e imaginar cómo podría, y debería, ser el futuro. Los trabajadores utilizaron la Depresión como una oportunidad para forzar la aprobación de la legislación que impone una sanción a los empleadores que hacen trabajar a la gente más de 40 horas a la semana. La pandemia es nuestra oportunidad de hacer algo similar. Los empleados tienen mucho poder sobre los empresarios que se esfuerzan por volver a producir y negociar cómo será la nueva normalidad en la oficina.

Esta es una oportunidad para que busquemos un mayor control no solo sobre dónde trabajamos, sino también sobre cuánto trabajamos. Los estadounidenses no pueden contentarse con obtener el derecho a trabajar de 6 a 2 en lugar de 9 a 5. Tenemos que exigir un tiempo libre que dure más. Tenemos que exigir un tiempo libre que dure más que el sábado y el domingo. Tenemos que reclamar nuestro tiempo de ocio para pasarlo como queramos.

Este artículo apareció originalmente en The New York Times.