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Modern Love: No se acordaba de que habíamos terminado

Cuando mi ex sufrió una lesión cerebral a causa de una caída y creía que aún teníamos una relación, tuve que explicarle todo.

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No se acordaba de que habíamos terminado. (Brian Rea/The New York Times)

No se acordaba de que habíamos terminado. (Brian Rea/The New York Times)

Solía recibir mensajes como este de mi exnovio: “¿Solíamos decir un chiste sobre unos flamencos?” y “¿Cómo me hice esta cicatriz en la mano?”.

No eran invitaciones para recordar buenos tiempos; me lo preguntaba porque no podía recordar.

Nos gustaban los flamencos por su elegancia”, le decía. “Esa cicatriz te la hiciste cuando se te cayó un bisturí en tu estudio”.

No solo era su exnovia; me había convertido en el único repositorio de nuestros recuerdos compartidos.

Conocí a Sam en Londres cuando él tenía 20 años y yo 24. Después de tres años, sentí que se alejaba. Fuimos al pub, pedimos una botella de prosecco y brindamos por nuestro tiempo juntos. Sabíamos que cuando la botella se acabara, nos diríamos adiós; lloramos al llegar a la última gota.

“Todo lo que sé de mí mismo ha llegado a través de ti”, dijo. “No sé quién soy sin ti”.

“Probablemente por eso tenemos que terminar”, le dije. “Para que puedas descubrirlo”.

Seis meses después, Sam me invitó a tomar un café. Dijimos que nos extrañábamos. Puede que no significara nada, pero nunca lo sabré, porque unos días después un amigo llamó para decir que Sam había tenido un accidente.

Después de una noche de fiesta, se había caído casi 8 metros de un árbol y había aterrizado en el concreto. Los médicos le indujeron un coma para evitar que la hinchazón de su cerebro provocara una hemorragia.

Él y yo habíamos trepado juntos un árbol en nuestra primera cita. Él llevaba botas Chelsea y yo una minifalda, pero eso no importaba. Trepar árboles era parte de la jovialidad que me gustaba de él. Ahora puede que no vuelva a subirse a un árbol. Puede que nunca despierte.

Solía besar sus párpados cerrados y decir: “Me encanta tu hermoso cerebro”. Me lo imaginaba en cuidados intensivos, con ese mismo cerebro hinchado, tal vez sin posibilidad de reparación. No podía ir corriendo al hospital porque solo era su ex, y no tenía una relación estrecha con su familia. Solo podía enviar mensajes de apoyo y esperar.

Una semana después, su hermana me llamó para decirme que los médicos lo habían traído de vuelta. “Preguntó por ti. Pensé que habían terminado”, me dijo.

Cuando llegué, Sam estaba sentado en la cama. Intenté ver más allá de los vendajes y los tubos, de las estructuras metálicas que unían sus huesos. Sonreía.

Nos tomamos de las manos. Por un momento pensé que podría estar bien. Luego susurró: “No sé por qué estoy aquí”.

“Tuviste un accidente, pero ahora estás a salvo”, le dije.

Cinco minutos después, volvió a preguntar.

El traumatismo craneoencefálico había causado una pérdida de memoria a corto plazo, tan grave que Sam intentó levantarse varias veces de la cama confundido y después se cayó. Su mente se reiniciaba tras unos cuantos minutos, lo cual provocaba una corriente de divagaciones caleidoscópicas. Seguía siendo elocuente y encantador en su incoherencia, como si intentara hablar para salir del abismo de la amnesia. Saludaba a cada una de las enfermeras como si se tratara de una visita para tomar el té.

Pronto me di cuenta de que no era solo su memoria a corto plazo. No sabía que estaba a punto de empezar un programa de posgrado en la Central Saint Martins ni que vivía en un almacén en ruinas de Whitechapel con un conejo de mascota. Su infancia estaba intacta, pero los últimos años —el lapso de toda nuestra relación— habían desaparecido.

Sabía quién era yo, pero no podía recordar a qué me dedicaba ni cómo nos conocimos. No podía recordar, por ejemplo, aquella primera cita en la que trepamos un árbol ni cómo a la mañana siguiente fue a comprarnos el desayuno y volvió con tres cajas de tarta de una pastelería francesa, y comimos bollos de crema de fresa desnudos en la cama, sin cubiertos.

No recordaba nuestros paseos por Brick Lane con nuestras mejores galas de domingo ni los bailes en el campo con nuestros amigos. No podía recordar la alegría. Y si no podía recordar la alegría, era como si nunca hubiera ocurrido.

Romper con alguien es perder el futuro imaginado que crearían juntos, pero siempre compartirían el paisaje de su pasado colectivo. Si Sam no podía recordar, yo estaría sola en ese paisaje.

Salí de esa primera visita temblando.

Su médico dijo que teníamos una posibilidad de restaurar sus recuerdos y que cuanto más pudiéramos ayudarle a recordar ahora, menos daños permanentes habría. Lo visité casi todas las semanas. También lo hicieron sus amigos más cercanos.

Mientras Sam luchaba por su recuperación, yo aparecía con presentaciones de diapositivas. Sam en las catacumbas de París en nuestro primer viaje juntos. Sam con la espada de caballería del siglo XVIII que le regalé por su cumpleaños 21. Le mostré fotos de nuestros amigos comunes. Sam lloró de alegría, como si un interruptor de su cerebro se hubiera encendido y hubiera dejado entrar la luz.

Pronto me di cuenta de que, así como no recordaba nuestro tiempo juntos, tampoco recordaba que habíamos terminado. Para Sam, yo seguía siendo su novia. En las siguientes visitas, siempre tenía la intención de decirle la verdad y luego no lo hacía. Su memoria a corto plazo seguía siendo irregular, lo que me servía de excusa. Y disfrutaba de nuestras horas juntos, en las que compartíamos con placer recuerdos que, después de nuestra ruptura, habían sido tan dolorosos.

También intentaba ser prudente. No quería que mi relato de nuestra historia influyera en sus propios recuerdos incipientes. Parte del placer —y del conflicto— de la reminiscencia colectiva son las inevitables discrepancias. Yo anhelaba esas discrepancias. Quería que existiera un relato de nuestra historia independiente del mío, pero poco podía hacer para evitar que mi relato de nuestro pasado contaminara el suyo.

En la universidad, Sam estudió neurociencia. En su sano juicio, lo que le ocurría le habría parecido fascinante. Su cerebro estaba ocupado ensamblando sus redes neuronales, activando esos patrones de actividad sináptica que conforman un recuerdo y, al hacerlo, restaurando de manera gradual su sentido del yo. Nuestros recuerdos nos hacen quienes somos. Son el tejido conectivo no solo entre nuestro pasado y nuestro presente, sino también entre nosotros y las personas que amamos.

Alrededor de un mes después de su recuperación, Sam dijo que quería hablar. Le había preguntado a un amigo por qué no lo visitaba más a menudo, y ese amigo le había dicho que ya no estábamos juntos.

Sam me preguntó qué había pasado.

“Te desenamoraste de mí”, le dije.

“¿Por qué?”.

No lo sabía. Ese fue el punto de nuestra historia en el que su experiencia se alejó de la mía. “Estabas listo para seguir adelante”, dije.

“Siento que tengo que volver a pasar por las emociones de la ruptura”, dijo.

Al volver a casa, me di cuenta de que yo también necesitaba eso. Al contarle a Sam historias sobre nuestro pasado, había creado una nueva historia, que terminaba con nosotros volviendo a estar juntos. Me había permitido soñar con ese final hollywoodense sin pararme a pensar si era lo que alguno de los dos querría.

Después de cinco meses, Sam fue dado de alta. Tenía una ligera cojera y una caja de herramientas de metal en los huesos, pero salió por su cuenta con su hermoso cerebro intacto.

No habíamos hablado de nuestra relación después de aquella conversación, pero él había vuelto a ser parte importante de mi vida. Una noche, solo unas semanas después de su salida del hospital, estaba en una fiesta cuando un amigo dijo: “Debe ser muy duro ahora que Sam tiene una nueva novia”. Me fui llorando.

Le envié un mensaje para decirle que no quería verlo durante un tiempo. No le di ninguna explicación.

“Lo entiendo”, me dijo.

Me había regalado un par de guantes rojos para mi último cumpleaños, un regalo que yo había reconocido como una señal de su afecto menguante. Los regalos anteriores habían incluido una capa cosida a mano y un cuadro que había pasado semanas completando.

Fui a la playa, llené los guantes rojos de piedras y los lancé al mar. Se acabó.

Unos meses después, Sam me pidió que nos viéramos. En una cafetería del Soho en el que habíamos estado antes, me dijo que lo sentía y que quería que supiera lo importante que era para él. Le pregunté si recordaba la cafetería. Me dijo que lo había llevado allí y que habíamos pedido cinco pasteles diferentes entre los dos.

Sonreí, y el alivio me invadió. Me di cuenta de que no había pasado esos meses visitándolo para salvar nuestra relación, no en realidad, por muy romántico que pareciera ese final. Quería salvar sus recuerdos de nuestra relación. Sin un compañero para el pasado colectivo, esos recuerdos se volvieron menos reales.

Nos creamos a nosotros mismos a través de las primeras relaciones de nuestra vida, como había dicho Sam cuando rompimos. Y yo quería formar parte de la historia de Sam. Necesitaba saber que él recordaba la alegría. Y sí la recordaba.

*Tyler Wetherall es escritora en Brooklyn y autora del libro de memorias “No Way Home”.