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El misterio de por qué no podemos recordar nada de cuando éramos bebés

Sales a almorzar con alguien a quien conoces desde hace años. Con esa persona con quien compartiste fiestas, cumpleaños, visitas a parques y tu helado favorito; incluso unas vacaciones. O así te cuentan.

¿Cuál es tu recuerdo más temprano? (SIMPLYINSOMNIA/FLICKR)

¿Cuál es tu recuerdo más temprano? (SIMPLYINSOMNIA/FLICKR)

Por qué tú no eres capaz de recordar nada de eso.

Ni el momento más importante de nuestra vida —el día en que nacemos— ni nuestros primeros pasos, nuestras primeras palabras o el jardín de infancia; la mayoría de nosotros no recordamos nada de los primeros años de vida.

Y si tenemos recuerdos, estos tienden a ser escasos y distantes entre sí.

Estos vacíos mentales han frustrado a padres y desconcertado a psicólogos, neurocientíficos y lingüistas durante décadas. Hasta obsesionaron al padre de la psicoterapia, Sigmund Freud —autor de la expresión “amnesia infantil”— hace más de 100 años.

Analizarlos plantea varios interrogantes: ¿Nuestros primeros recuerdos son de algo que ocurrió o nos lo inventamos? ¿Podemos recordar eventos antes de tener las palabras para describirlos? ¿Es posible recuperar nuestros recuerdos perdidos?

Parte del rompecabezas tiene que ver con el hecho de que los bebés son como esponjas a la hora de absorber nueva información: crean 700 conexiones neuronales por segundo y tienen unas habilidades para aprender nuevos idiomas que pueden matar de envidia al mejor políglota.

La marcada curva del olvido

Las últimas investigaciones indican que comenzamos a entrenar nuestras mentes dentro del útero.

Pero, incluso de adultos, perdemos información con el tiempo si no hacemos nada para retenerla.

Una explicación es que la amnesia infantil es resultado del proceso natural de olvidar las cosas, el cual experimentamos a lo largo de nuestra vida.

En el siglo XIX, el psicólogo alemán Hermann Ebbinghaus realizó una serie de experimentos para probar los límites de la memoria humana.

Inventó las “sílabas sin sentido” —palabras creadas con letras al azar— y se dedicó a intentar memorizar miles de ellas.

Su curva del olvido ilustra el rápido declive de nuestra capacidad para recordar lo que aprendemos: nuestros cerebros desechan la mitad de toda la información nueva en una hora.

En 30 días, retenemos tan sólo entre el 2% y el 3%.
Lo que Ebbinghaus descubrió fue que la manera en la que olvidamos es completamente predecible.

Más egocéntricos, más recuerdos
En la década de 1980, los científicos descubrieron que recordamos menos cosas de las que cabría esperar desde que nacemos hasta que cumplimos los 6 o 7 años.

Pero esto no le ocurre a todo el mundo.

Algunas personas pueden recordar cosas de cuando tenían 2 años, pero otras no recuerdan nada de lo que les pasó hasta que cumplieron 7 u 8 años.

También hay diferencias según el país; la formación de los primeros recuerdos puede variar, de promedio, hasta dos años.
La psicóloga Qi Wang, de la Universidad de Conrell, EE.UU., recopiló cientos de recuerdos de estudiantes chinos y estadounidenses.

Tal y como predijeron los estereotipos nacionales, los recuerdos de los estadounidenses fueron más largos, elaborados y visiblemente egocéntricos.

Sin embargo, los de los estudiantes chinos fueron más breves y concretos. Y, en promedio, comenzaron seis meses más tarde.

Este patrón está respaldado por numerosos estudios: quienes tienen recuerdos más elaborados y egocéntricos suelen recordarlos más fácilmente.

“Es la diferencia entre pensar 'Siempre hay tigres en el zoológico' y 'Vi tigres en el zoológico y, aunque tuve miedo, me divertí mucho'”, dice Robyn Fivush, psicóloga en la Universidad de Emory, EE.UU.

El primer recuerdo de Wang es haciendo senderismo en China, junto a su madre y su hermana. Tenía unos seis años. Pero hasta que se mudó a Estados Unidos, nadie le había preguntado por eso.

“En las culturas orientales, los recuerdos de la infancia no son importantes”, dice Wang.

“Si la sociedad te dice que esos recuerdos son importantes para ti, te aferras a ellos”, añade.

Por ejemplo, la cultura de los maoríes neozelandeses hace mucho énfasis en el pasado. Y muchos pueden recordar eventos que les ocurrieron cuando tenían poco más de 2 años.

El paciente H. M.

La cultura también puede determinar la manera en la que hablamos sobre nuestros recuerdos.
“El lenguaje nos ayuda a estructurar y organizar nuestros recuerdos. Eso es una narrativa. Al crear una historia, la experiencia es más fácil de recordar por más tiempo”, dice Fivush.

Pero otros psicólogos se muestran escépticos. No hay diferencia entre entre los niños que nacen sordos y crecen sin lenguaje de signos en los registros de sus primeros recuerdos, por ejemplo.

Esto conduce a la teoría de que si no tenemos recuerdos de nuestros primeros años de vida es porque nuestros cerebros no habían desarrollado ese sistema.

Esa teoría se debe al hombre más famoso en la historia de la neurociencia: el paciente H.M.

Luego de que una fallida operación para curar su epilepsia dañara su hipocampo, H. M. fue incapaz de recordar ningún suceso reciente.

“El hipocampo es el centro de nuestra capacidad para aprender y recordar”, explica Jeffrey Fagen, quien estudia la memoria y el aprendizaje en St John's University, EE.UU.

Pero H. M. podía, sin embargo, recordar otro tipo de información, al igual que los bebés.

“En los bebés y en los niños el hipocampo está muy poco desarrollado”, dice Fagen.

Entonces, ¿es el subdesarrollo del hipocampo lo que hizo que perdieramos nuestros recuerdos a largo plazo, o es que estos nunca se llegaron a formar?

“Los recuerdos están, probablemente, almacenados en un lugar que ahora nos resulta inaccesible, pero eso es muy difícil de demostrar empíricamente”, sostiene Fagen.

Recuerdos “sembrados”

Elizabeth Loftus, psicóloga de la Universidad de California, EE.UU., dice que “la gente puede visualizarlas eventos que no ha vivido; así, se convierten en recuerdos”.

Loftus lo vivió carne propia.

Su madre se ahogó en una piscina cuando ella tenía 16 años. Un familiar le convenció de que ella había descubierto su cuerpo flotando en el agua y lo “recordó” hasta que, una semana más tarde, ese mismo familiar le explicó que en realidad no fue así, que lo encontró otra persona.

“Si la sociedad te dice que esos recuerdos son importantes para ti, te aferras a ellos”. Oi Wang, investigadora

Pero a nadie le gusta que le digan que sus recuerdos no son reales. Para convencer a los escépticos, Loftus necesitaba pruebas.

Por eso eligió a un grupo de voluntarios para un estudio y les “sembró” unos recuerdos ella misma.
Les contó una elaborada mentira sobre un episodio traumático en un centro comercial, cuando se perdieron antes de ser rescatados por una amable mujer y reunidos con su familia.

“Les contamos a los participantes que nos lo habían dicho sus madres”, explica la psicóloga.

Cerca de un tercio de las víctimas cayó en la trampa y algunos, aparentemente, recordaban el suceso con todo detalle.
A menudo confiamos más en nuestros recuerdos imaginarios que en hechos reales.

Tal vez el mayor misterio no es por qué no podemos recordar nuestra infancia, sino si realmente podemos confiar en lo que recordamos.

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