El cuento es menos claro cuando se comienza a preguntar qué tipo y cuánta educación se necesita en un país como Guatemala. Y se vuelve totalmente borroso cuando se abre la discusión de quién y cómo debe pagar en cada nivel educativo. Algunos piensan que el sistema debiera ser enteramente público.
Otros pensamos que ciertamente ese es un derecho humano, pero no automático, vitalicio, ni aplicado de la misma manera.
En un país como el nuestro, la formación de capital humano, a medida que se avanza en la escalera escolar, más que un derecho universal se vuelve un privilegio al que tienen acceso unos pocos.
Sin embargo, la fuente de financiamiento del sistema educativo público continúa recayendo en una inmensa masa que no tiene mayor injerencia para poder exigir calidad y rendición de cuentas, ni a maestros ni a estudiantes.
El lunes último una pequeña nota de prensa nos recordó, cifras en mano, los elevados costos del fracaso escolar en cada uno de los niveles educativos. Números que lloran sangre: 36 por ciento de nuestros niños en primero primaria, 22 por ciento en segundo, 19 por ciento en tercero, 55 por ciento de los muchachos en primero básico no aprueban el año.
La pregunta que hay que hacer es inmediata y fulminante. ¿Quién debe pagar por ese “fracaso” escolar? Hablemos del costo económico primero. Si la educación es privada, probablemente la respuesta sea: los padres del muchachito que no ganó el año. En ese caso le aseguro que las medidas correctivas no se harán esperar mucho —¡por lo menos así era en mi casa!—.
En el caso de la educación pública, corremos el riesgo de que al ser de todos no es de ninguno. Por tanto, a menos que el sistema tenga capacidad de reacción, lo más probable es que no importe si el alumno se instala en primero básico o en primer semestre de la Universidad, uno, dos o tres años. Total, el costo es nulo (o muy bajo) para la persona, la familia y el sistema —¡aunque no lo sea para la sociedad!—.
El problema es que, aparentemente, también hay un costo personal y social asociado al fracaso escolar. Por ejemplo, la probabilidad de que un niño que vive en el campo pierda un año y vuelva al año siguiente a repetir el grado es baja.
Por tanto, nuestro sistema educativo debiera reconocer esta realidad, sobre todo en los primeros años de escuela. Los costos del fracaso superan con creces las bondades de una calificación a fin de año, que tampoco es el mejor indicador ni el más preciso para capturar todo lo que sucede en el aula.
Lo opuesto sucede a nivel universitario, en donde el estudiante ya está en capacidad de asumir con plena responsabilidad los costos y los beneficios de desempeño. En ese nivel, el sistema debiera ser mucho más estricto y selectivo a favor de aquellas personas que verdaderamente van a la universidad a formarse y lo hacen en el menor tiempo posible.
Así como en los primeros años de formación puede justificarse la promoción universal, porque el fracaso escolar puede ser fulminante para el futuro de nuestros niños; a nivel superior debiéramos aplicar con mucha rigurosidad criterios de selección y descreme de aquella población que se dedica con seriedad y compromiso para utilizar los recursos públicos, que le son transferidos para que obtengan un grado académico superior. En ambos casos el fin es el mismo: procurar educación pública con criterios de eficiencia en el uso de sus recursos, de eficacia en la formación de nuestra población, y de equidad hacia aquellos con menos oportunidades.
Si bien es cierto que es bueno identificar ineficiencias en el uso de recursos asignados a la educación pública en los niveles primario y secundario, esa discusión debe extenderse con igual o mayor rigurosidad y exigencia hacia el uso de recursos públicos asignados a subvencionar la educación superior. El fracaso escolar no es solo en primaria y secundaria, también se extiende a la universidad.
El problema muchas veces es que nuestros universitarios —no todos, afortunadamente— tienen más capacidad de vociferar para defender su sagrado derecho a calentar banca.
Mientras que nuestros chiquitos en Caulotes o San Mateo Ixtatán no tienen más opción que recibir el jalón de orejas de un sistema educativo anacrónico y desigual. Al final, tenemos que estar claros que el fracaso escolar es fracaso de todos.