También es paisaje. Tonos encendidos. Maíz, café, arroz y trigo. Fuente estable de vida. Aliento de todos. Espacio vivo. Cultura de siempre.
Tradición oral. Variedad. Balance natural. Ritmo distinto. Profundidad de antaño. Anclaje a lo esencial: al tejido.
Antítesis de lo urbano. ¿De lo urbano? Sí. Lo urbano que es forma. Ese otro espacio en donde todo se mueve, a pasos de vértigo –aunque no siempre con sentido–, que con suerte da tiempo a ingenieros, abogados, burócratas y escritores de poner un pinche-punto-y-coma para poder seguirle el trote y no quedarse fuera del bullicio, aparecer en la foto, cerrar el contrato, generar ganancias, ahorrar mucho, trabajar tanto, no ver a los hijos, consumir lo propio y ajeno, generar desperdicio, mucho mucho desperdicio. Anti-paz, anti-tiempo, anti-espacio, anti-despacio, anti-conversa, anti-todo, anti-doto de lo anti-urbano (lo rural).
Caricaturas son uno del otro. Que poco se platican. Casi como desconocidos. Que necesitan más puentes y menos alaridos. De aquí para allá y viceversa. Porque en el grito hay pérdida: de nitidez del mensaje, de fidelidad en el sonido, de confianza, de empatía, de humanidad.
Así es y así ha sido. Lo hemos remachado tanto que hasta parece disco rayado. El drama de la estructura está justamente en su condición. Esa que la define y también condena. Porque es importante. Porque no es urgente. Porque puede ser pospuesta o puesta en suspensión. Porque siempre puede esperar. Prima la coyuntura siempre (pariente lejana de la estructura).
Para acabarla de fregar, me decía un paisano, la nueva tragedia del espacio rural: ahora se le mira como un espacio de neo-derrame, del crecimiento urbano, de petróleo, de minerales, de importados, de deportados. Espacio residual en donde desarrollo urbano será la locomotora de bondades que terminará por inundar –o cuando menos salpicar– a todos aquellos que se tuvieron que quedar fuera del muro Aureliano.
Mirada de cemento miope. Que no aprende porque no ve. Que no escucha porque el ruido le comió los oídos. No se da cuenta que no más basta que sople un poquito el viento, o que el río de desboque, o que la roya corroa, o que abran las entrañas del, para que Xibalbá se instale y regodee.
Para que el éxodo comience y la desconfianza ebulla, la gente migre –en realidad abandone–, y el suelo se pudra.
Es entonces cuando el consejo anciano ya no aconseja, ni mucho menos sirve, porque lo inmediato manda y define. Todo urge aunque nada sirva.
Hasta que caemos bajo, hasta abajo. Y solo entonces nos preguntamos por el origen cuando el fin y el cambio están cerca. Es entonces que pedimos otra vez el balance, la vuelta a lo simple, al origen, al ombligo que dejamos botado en el basurero de esta linda ciudad.
¡Cuánto nos hemos equivocado! ¡Cuán predecibles somos!