Finalmente, hace tan solo un par de días nos enteramos que —¡después de 90 días sin reunirse!— el gabinete económico tímidamente opina sobre la crisis y cómo esta podría reflejarse en indicadores macroeconómicos de corto plazo. No nos dicen nada muy iluminador, por cierto. Más bien, lo que sí resulta increíble es que los análisis de dicho gabinete sigan proyectando tasas de crecimiento económico en el rango del 3.6% al 4.2%, como si nada estuviera pasando. O sea que en su lógica y algoritmo seguimos business as usual y las jornadas de abril y mayo en la plaza central, cabeceras departamentales y frente a embajadas de Guatemala alrededor del mundo, no tendrán mayor impacto en la economía nacional. Qué raro, ¿no?
Eso solo se puede explicar de dos formas: porque, o hay una lectura deliberadamente politizada de la coyuntura económica, postrer esfuerzo del gabinete por tratar de minimizar la situación crítica por la que atraviesa este decadente gobierno; o bien, nuestra estructura económica se ha sofisticado a tal punto que ha logrado prescindir de la política para su funcionamiento, lo cual sería gravísimo y solamente reforzaría la necesidad de acometer reformas de fondo que nos permitan volver a reconectar ambos mundos —política y economía—, como normalmente sucede en cualquier sociedad del mundo.
Especulaciones aparte, lo que todos los ciudadanos indignados tenemos que tener claro es que esta crisis y las reformas que vamos a acometer para transformar a fondo el sistema político tendrán consecuencias económicas que, en el escenario más benigno, se traducirán en cautela de parte de inversionistas y en una posible contracción de la inversión pública y del crecimiento. Y lo que la élite política tiene que tener claro es que los ciudadanos estamos conscientes y dispuestos a pagar los costos de este cambio de piel, porque sabemos que los beneficios son mucho mayores y que el statu quo dejó de ser una opción desde el 25 de abril.