Por desgracia, en vista de que la dirigencia de China está concentrada tan solo en su propio beneficio y el mandatario estadounidense desdeña por igual a la Organización Mundial de la Salud y el Acuerdo de París, ninguna de estas calamidades ha recibido la respuesta internacional coordinada que amerita.
Las crisis se parecen e interactúan
Cerrar secciones de la economía ha provocado enormes reducciones en las emisiones de gases de efecto invernadero. Durante la primera semana de abril, las emisiones diarias en todo el mundo registraron una baja del 17 por ciento con respecto al nivel del año pasado.
La Agencia Internacional de la Energía espera que las emisiones industriales globales de gases de efecto invernadero sean alrededor de un ocho por ciento más bajas en 2020 que en 2019, lo que representa la mayor baja anual desde la Segunda Guerra Mundial.
Esa baja revela una verdad crucial de la crisis climática. Es de tales dimensiones, que no puede resolverse con solo parar los aviones, trenes y automóviles del planeta.
Este triste experimento ha demostrado que, incluso si las personas hicieran el sacrificio de aceptar enormes cambios en su forma de vida, al mundo todavía le faltaría más del 90 por ciento de la descarbonización necesaria para poder cumplir la meta más ambiciosa del Acuerdo de París: un aumento de la temperatura media mundial de solo 1,5 grados Celsius con respecto a los niveles preindustriales.
La pandemia no solo revela la enormidad del reto que enfrentamos, sino que crea una oportunidad única para poner en marcha políticas gubernamentales que alejen a la economía del carbono a un menor costo financiero, social y político del que habrían tenido en otras circunstancias.
Con los precios de la energía por los suelos, se hace más sencillo recortar subsidios para los combustibles fósiles y comenzar a aplicar un impuesto a las emisiones de carbono. Los recursos recaudados mediante ese impuesto a lo largo de la siguiente década ayudarían a reparar las maltrechas finanzas gubernamentales. Las empresas centrales para la economía de los combustibles fósiles, como las compañías petroleras y de gas, los productores de acero y los fabricantes de automóviles, ya viven la agonía de reducir al mínimo su capacidad y empleo a largo plazo.
¿Hora de poner tarifa a las emisiones?
Nuestra actual necesidad de reactivar las economías que mantuvimos en coma inducido es una circunstancia ideal para invertir en infraestructura beneficiosa para el medioambiente que impulse el crecimiento y cree nuevos empleos. Con las tasas de interés bajas, el costo sería menor que nunca antes.
Analicemos en primer lugar la posibilidad de tarificar las emisiones de carbono. Este plan, tan atractivo desde hace tiempo para los economistas (y para The Economist), aprovecha el poder del mercado para incentivar a los consumidores y las empresas a reducir sus emisiones, lo que garantiza que el alejamiento del carbono ocurra de la manera más eficiente posible.
El momento es particularmente propicio porque, cuando se trata de dos tecnologías ya disponibles, esos precios tienen los efectos más inmediatos para inclinar la balanza hacia un lado. En el pasado, era posible argumentar que, aunque los precios podían darle cierta ventaja al gas, más limpio, con respecto al carbón, más sucio, las tecnologías renovables eran demasiado recientes para aportar beneficios reales.
Sin embargo, en una década han bajado los costos de la energía eólica y la solar. Una motivación relativamente pequeña dada por la tarificación de las emisiones de carbono podría representar una ventaja decisiva para las energías renovables, la cual podría llegar a ser permanente porque, al ampliarse su uso, deberían abaratarse aún más. En esta época, como en ninguna otra, la tarificación de las emisiones de carbono podría ganar mucho terreno, muy rápido.
Tarificar las emisiones de carbono no es una medida tan popular entre los políticos como lo es entre los economistas, y precisamente por eso existen tan pocos impuestos de este tipo. No obstante, incluso antes de la crisis de COVID-19 había señales de que se avecinaba su época.
- Europa planea ampliar su plan de tarificación, el mayor del mundo;
- China planea instituir un plan totalmente nuevo.
- Joe Biden, un promotor de los impuestos a las emisiones de carbono en su época como vicepresidente, los apoyará de nuevo en la próxima campaña electoral y por lo menos a algunas personas de ideología de derecha les parecerá bien.
Los recursos recaudados por un impuesto al carbono podrían ascender a más del uno por ciento del producto interno bruto en un principio, e ir disminuyendo a lo largo de varias décadas.
Este dinero podría pagarse como dividendos al público o, según parece más probable ahora, ser una ayuda para reducir las deudas de los gobiernos que, de acuerdo a los pronósticos, bien podrían alcanzar un promedio del 122 por ciento del PIB en el mundo rico este año y aumentarán todavía más si las inversiones favorables al medioambiente se financian con deuda.
La pausa forzada y el beneficio colateral
La tarificación de las emisiones de carbono tan solo es parte de la respuesta explosiva que ahora es posible. De manera aislada, no es probable que cree una red de puntos de carga para vehículos eléctricos, más plantas de energía nuclear para apoyar la electricidad barata pero intermitente suministrada por las energías renovables, programas para modernizar los edificios ineficientes y desarrollar tecnologías capaces de reducir emisiones de fuentes que no sea posible remplazar con versiones eléctricas, como las enormes aeronaves y algunos centros de producción agrícola.
En estas áreas, se requieren subsidios e inversión directa del gobierno para garantizar que los consumidores y las empresas del mañana puedan tener las tecnologías impulsadas por el impuesto al carbono.
Algunos gobiernos han concentrado sus acciones en lograr que sus rescates por la COVID-19 beneficien al medioambiente. A Air France se le dio a elegir entre eliminar las rutas nacionales que compiten con los trenes de alta velocidad, impulsados por electricidad nuclear, o renunciar a la ayuda de los contribuyentes.
El problema es que usar mecanismos de ayuda para reforzar el control del Estado podría tener peligrosas consecuencias, así que es mejor concentrarnos en insistir en que los rescates gubernamentales no les den preferencia a los combustibles fósiles.
En otros países, el riesgo es que haya políticas dañinas para el clima. Estados Unidos ha relajado sus normas ambientales todavía más durante la pandemia. China, cuyos estímulos a la industria pesada después de la crisis financiera global dispararon las emisiones globales, no ha dejado de construir nuevas plantas de carbón.
La pausa que forzó la COVID-19 no es inherentemente positiva para el clima. Los países deben encargarse de que sea así. Su meta para 2021, cuando se reúnan para evaluar los avances desde el Acuerdo de París y comprometerse a hacer todavía más, debería ser demostrar que la pandemia fue un catalizador para abrir nuevo camino en materia ambiental.
La COVID-19 ha demostrado que los cimientos de la prosperidad son inestables. Los desastres de los que hemos hablado desde hace mucho tiempo, pero hemos decidido ignorar, pueden presentarse sin previo aviso y poner de cabeza nuestras vidas, además de cimbrar todo aquello que parecía ser estable.
El daño causado por el cambio climático aparecerá con más lentitud que la pandemia, pero también será más masivo y perdurable. Si alguna vez hubo un momento en que los líderes deberían demostrar valentía para evitar ese desastre, es precisamente el presente. Nunca tendrán un público más atento.