La absurda conjunción de las armas (siempre al servicio de la violencia) y uno de los íconos de la música guatemalteca (siempre al servicio del arte y de la cultura), deviene una nueva metáfora de nuestra disfuncional sociedad: nos quejamos y quejamos, pero —en el fondo— no buscamos cambiar las cosas, porque ya estamos cómodamente instalados en nuestras prebendas y nuestros privilegios, por pequeños que sean.
Esta es una de las razones por las que el rock incomoda tanto a algunos: no es solamente canciones de amor, no es solamente la fiesta, no es solamente efectos ópticos y películas sobre-producidas, no es solamente “fresquear” el “trip” mientras los papás no saben nada de lo que hacen los hijos (ni los hijos saben nada de lo que hacen los papás ).
La estela del rock es una prolongada esperanza de hacer de nuestro entorno humano un lugar en el que se pueda vivir con dignidad. Hace tres noches, con Sergio Taz Fernández, discurríamos en público sobre la terrible experiencia de perder a dos de nuestros amigos, integrantes de un conjunto musical, a manos de los imbéciles que empuñan pistolas, escuadras y subametralladoras, con el grotesco argumento de la seguridad.
Ni Guatemala, ni país alguno, necesita esta clase de tonteras pseudointelectuales; ya nuestra historia demuestra, con creces, lo inefectivo y delirante de estos afanes. El rock propone, simplemente, ser honestos, ser realistas.
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