La cantidad del 2012 sobrepasa en nueve mil 792 expulsados que la registrada en el 2011, cuando regresaron desilusionados 30 mil 855 guatemaltecos, quienes llegaron al país en avión, engrilletados de pies y manos, y liberados hasta que bajaron de la aeronave.
Esa fue la triste situación de Ernesto Hernández, de 51 años, originario de Aguacatán, Huehuetenango, quien pasó 12 días viajando en buses y caminando por el desierto de Arizona para llegar a Estados Unidos.
Sin embargo, el dolor que le produjo la larga caminata en el pie izquierdo no le permitió huir cuando los agentes de migración lo descubrieron.
Ayer, a su retorno a Guatemala, lo esperaba un pan, una galleta y un jugo de caja, además de la incertidumbre de no tener a dónde ir. Esperaba que le quitaran llave a la puerta del lobby de la Fuerza Aérea para poder llamar a su familia en Huehuetenango o a Estados Unidos, a fin de que le enviaran dinero y así regresar a su comunidad.
“Hoy me quedo en la Casa del Migrante, porque ya es tarde y son seis horas para mi casa”, expresó.
Dos casos diferentes
Los primeros pasos de Hernández en tierra guatemalteca fueron a eso de las 13 horas de ayer.
Una hora antes había llegado al Aeropuerto Internacional La Aurora Rosa Miriam Osorio Duarte, 66, quien hizo turismo en México y a diferencia de Hernández fue recibida por sus hijos y nietos.
Ella sí tenía la certeza de que dormiría en su casa, con su familia. Apenas podía expresarse por la emoción de regresar después de 25 días de compartir con sus dos hijos que viven en tierras mexicanas.
Esas son las diferencias entre dos guatemaltecos; el primero que viajó como indocumentado a EE. UU. y la segunda que vacacionó en México, y que retornaron al país el mismo día.
Una historia diferente le ocurre a otro deportado. Rigoberto Laparra, 40, se especializó en servicio al cliente y un perfecto inglés, pues vivió 23 años en EE. UU.
Sin embargo, al llegar a Guatemala encuentra obstáculos para trabajar porque tiene 15 tatuajes en honor a sus hijos, padres y el rojo del equipo Municipal. Allá eran un adorno corporal, aquí una marca indeseable.