No muchachos, no es cuestión de moda. Tampoco es cuestión de que se nos acabó la tinta o se nos agotó el discurso. ¡No, no y no! Es que los efectos nocivos de la desigualdad extrema están a la vista. La evidencia dura la tienen en la punta de sus narices, en expresiones como los movimientos sociales surgidos en Europa, Estados Unidos, y de paso también en países en desarrollo —Chile, Brasil, México y otros tantos más en la región—, todos reclamando lo mismo: oportunidades mejor distribuidas y más empleos para jóvenes.
Pero también lo pueden ver en la evidencia de Estados que no se logran desarrollar ni cumplir con su papel, porque al no haber pesos y contrapesos suficientes caen irremediablemente en la captura y la opacidad; en economías que crecen más lentamente y de manera más errática cuando son más desiguales; en sociedades —desarrolladas y en desarrollo por igual— que no terminan de salir del bache después de siete años de aquella profunda crisis del 2008, porque la productividad no crece debido a que las oportunidades no existen para una amplia mayoría que la podría hacer crecer de manera sostenible.
La desigualdad extrema, así sea exclusivamente por mérito propio, es mala para la sociedad, independientemente del nivel de ingreso de las personas —es decir, el problema no es solamente pobreza—. Desigualdad extrema es la manifestación de un contrato social disfuncional, que olvida al ciudadano por privilegiar al consumidor. Desigualdad extrema crea un sentido de lejanía entre individuos que tienen que convivir en un mismo espacio territorial y se sienten muy diferentes entre sí. Desigualdad extrema reduce las posibilidades de diálogo social, horizontal y balanceado, simple y sencillamente porque los pocos que tienen todo las llevan todas consigo: dinero, influencias, información, jueces, capacidad de compra, influencia en instituciones, guardaespaldas, políticos, gobiernos; todo de todo.
La desigualdad extrema crea condiciones para burdos acarreos de gente, para que asistan a remedos de mítines políticos en donde se proclaman candidatos sin contenido ni agenda, porque no hay una masa crítica que pueda forzar una discusión distinta. La desigualdad extrema favorece excesos de parte de funcionarios que, creyéndose concentradores absolutos del poder, lo usan para enriquecerse vertiginosa, descarada e ilícitamente, y sin que nadie pueda ponerles coto. La desigualdad extrema alimenta desesperación, arrincona las posiciones moderadas del diálogo social y exacerba discursos radicales tanto de derecha como de izquierda, porque no permite que la movilidad social actúe como válvula de escape. La desigualdad extrema limita y empobrece el juego político en democracia, y lo reduce a expresiones que son tan simples como ridículas —si no me cree dese una vuelta por el cartón de lotería que se está cuajando para dentro de un año—.
No se trata de asustar con el petate del muerto, como intentan hacerlo algunas plumas de derecha, cuando vuelven y nos repiten una y otra vez su misma letanía. Es que con tanta desigualdad no hay democracia que funcione, ni paz que dure, ni economía que prospere. Y todo eso: democracia, paz y economía próspera son necesidades urgentísimas en Guatemala.
Pero no importa muchachos, si les tenemos que recordar una y mil veces cosas como estas, aquí estamos varios para servirles las veces que haga falta. Porque cada vez más les tocará prestar la guitarra para que en Guatemala ya no se escuche solamente su versión del corrido.
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