Están servidos, exclama el de arriba, mientras da la última pasada de mezcla. Con la cara y la ropa salpicadas de cemento, los sepultureros Vicente y Carlos Humberto Pineda terminan de aclarar las dudas de la familia del difunto. En trámites y papeleo los enterradores también son expertos.
Terminada la tarea, la pareja de albañiles enciende un cigarrillo mientras se acomoda para empezar la charla. Su amplia experiencia en el oficio, aseguran, los han hecho acostumbrarse a presenciar diariamente escenas de dolor familiar. Aquí se llega uno a aclimatar, coinciden Vicente, quien ya cumplió 25 años de trabajar en el General, y Carlos Humberto, quien lleva 13.
Los enterradores de la metrópoli han aprendido a “hacer las tripas corazón”. La labor de inhumar y exhumar cadáveres les ha enseñado a ver la muerte con naturalidad, en un trabajo del cual no escapan de conocer anécdotas de espantos, escenas desagradables o incluso a pillar a una que otra pareja de enamorados o estudiosos que buscan en el silencio de los cementerios momentos de solaz o pasión furtiva.
Vida entre los muertos
La aparente calma sepulcral que se respira al entrar al Cementerio General pronto se contradice con el constante movimiento de inhumaciones y exhumaciones de cuerpos. En el área de adultos se llevan a cabo diariamente de 15 a 20 inhumaciones, mientras que en la galería de niños varían de entre cinco a diez, cuenta Vicente. Aquí en el General es donde más se trabaja, agrega Carlos Humberto.
Aunque el oficio los obliga a mantenerse ajenos a la conversación, no faltan ocasiones en que intervienen para preguntar a familiares si quieren rezar antes de enterrar al difunto o incluso colaboran para que la gente pueda sepultar a su ser querido más tranquila. Vicente asegura que tanto dolor tampoco le ha secado el corazón. Los que compadezco son los niños, porque empezaban a vivir, dice.
En el Cementerio General hay un promedio de 10 enterradores que trabajan con sus respectivos ayudantes, quienes hacen turnos de lunes a domingo, con tres días de descanso. Bajo el sol, la lluvia o el frío, estas personas no se detienen. Recuerdo un día que estaban los chorros de agua y habían como nueve cajas eperando turno… comenta Carlos Humberto.
A pesar de los constantes entierros en la necrópolis, cualquiera pensaría que la capacidad de las galerías ya topó. Así como baja, sube, explica Carlos Humberto, por eso las personas pagan una tarifa por nicho, o si ya tienen un mausoleo por derecho a mantener allí el cadáver durante seis años, de lo contrario se habilitan los nichos.
En los cementerios privados, la actividad disminuye. El promedio de inhumaciones varía de dos a tres diarias, y en casos extremos hasta ocho. Mientras los muertos descansan, los sepultureros son testigos del robo de lápidas, de amores prohibidos y de las travesuras de las ánimas en pena.
Vicente recuerda el sonado caso de una muchacha de quien se dijo hacía ruidos después de enterrada. No era nada de eso, desmiente. Y explica que en realidad el eco de los golpes del otro lado de la galería confundió. Los trabajadores rompían una lápida para exhumar un cadáver. Cuando llegaron los bomberos no había pasado nada.
En cuanto a las apariciones de fantasmas no se ponen de acuerdo. Aquí no espantan sostiene Carlos, a la vez que relata como una noche de un 31 de octubre se dedicó a limpiar y barrer todas las galerías del cementerio sin que le pasara nada. Sin embargo Vicente asegura que él sí ha tenido encuentros con malos espíritus. Estando en el mausoleo del Cervecero, fui a hacer una preparación y fui por una cubeta de agua. allí hay una escalera de alumnio. De repente, oí un porrazo y no había nadie dentro.
Por su parte, Mariano Alonso Recinos, quien ya lleva siete años de experiencia como sepulturero en el camposanto Los Cipreses, afirma que nunca lo han espantado. Pero a un compañero nuevo sí, asegura. Cuenta que vio abajo a una señora vestida de blanco. Sintió que se le puso feo el cuerpo, se sintió mal y se vino para arriba.
Los sepultureros también realizan exhumaciones en nichos abandonados, al finalizar el contrato y no ser renovado por los familiares del difunto o cuando éstos solicitan traslado, así también por razones judiciales. Con guantes y mascarilla, los enterradores extraen el cadáver de su caja. Colocamos todos los restos en un costal de brin y luego se depositan en un foso de unos 45 metros de profundidad, con un brocal de ladrillo y una tapadera con candado, explica Vicente.
Los ataúdes no son reciclables, se tiran al barranco. Por aparte, Recinos reconoce que su trabajo requiere de un carácter especial. No cualquiera aguanta esto, relata, sobre todo ante las exhumaciones. Yo ya me acostumbré, pues hay muchos que pasan sin comer después de ver un muerto, en cambio yo no tengo problema, asegura.
Según este trabajador, la templanza se hace en las situaciones difíciles. Por ejemplo, cuando le tocó realizar una exhumación, a solicitud de un familiar, para trasladar los restos mortales a un osario en otro cementerio. En medio de la tarea, cuenta, se encontraron con el muerto entero e hinchado por el agua. El ayudante era más atrevido y comenzó a partirlo y yo lo tuve que imitar.
Estas experiencias han hecho callo en los trabajadores de cementerios. Ante la necesidad de ganar para los frijolitos, uno se avienta al trabajo que le toque, comenta Vicente. Yo le hago a la albañilería, a la piocha y a la pala, aunque admite que ya se siente cansado y anda tras su jubilación.
Vivir entre los difuntos les ha enseñado a los enterradores a realizar cosas con calma. Sin querer, ya no son presa fácil de las sorpresas o los sustos, sea que éstas vengan de los vivos o de los que ya no están.