Aunque sólo sean sus huesos.
-Los asesinos deben tenerle más miedo a los muertos que a los vivos- dijo el pionero de la Antropología Forense, Clyde Snow al New York Times en 2002- porque los testigos pueden perder la memoria a través de los años, pero los huesos no olvidan, contienen un testimonio silencioso, pero a la vez muy elocuente.
Y tras ser identificados, cobran vida.
BBC NEWS MUNDO
Unos lloran, otros hacen fiestas, otros se toman selfies: el duro encuentro de las familias con los huesos de sus parientes desaparecidos
Cuando los huesos de un desaparecido son identificados después de un largo y minucioso proceso, de repente cambia de identidad. Ya no es el desaparecido que todos buscan. Ahora es el hijo, hermano, padre, madre que ha sido hallado.
Una familia en Tucumán, Argentina, despide a un familiar que fue restituido después del trabajo del EAAF. EAAF
“Hay una diferencia notoria entre cuando se estudia un cuerpo sin haberlo identificado y cuando ya sabés el nombre. Ya dejó de ser el esqueleto AVD 677 para ser Juan o María“, dice Patricia Bernardi, antropóloga forense argentina y deja un fémur en su lugar exacto en un esqueleto completo, dispuesto en posición anatómica sobre una camilla metálica.
“Es como que ese secreto que estuvo por años en una estantería, almacenado, ahora puede volver con la familia a la que pertenece”.
A eso se dedica ella y todo el Equipo Argentino de Antropología Forense (EAAF) al que pertenece desde hace 32 años. Un escuadrón de científicos puestos a excavar la tierra para recuperar los restos óseos de los miles de detenidos desaparecidos durante el régimen militar entre 1976 y 1983, muchos de ellos muertos a manos del aparato de seguridad estatal.
En muchos casos, incluso un hueso solo es como si le entregaran todo.
“Una vez identificamos a una chica de nacionalidad chilena en General Lavalle, que había sido militante desaparecida en Argentina, sólo por un fémur”, continúa Bernardi.
“Trajeron el ataúd para mandarlo a Chile, se involucró la cancillería porque tocaba hacer un proceso de repatriación y todos esos papeleríos, y nosotros decíamos 'es un fémur nada más y lo van a meter en un ataúd, cómo les decimos que mandan un ataúd para sólo un fémur'… Pero para el familiar, ese fémur era como tenerlo todo”.
La restitución de los restos a los familiares es el proceso final de la identificación de un desaparecido.
El cariño, lo han visto los forenses frente a sus mesas llenas de huesos, se puede transmitir de distintas maneras.
Unos lloran. Otros hacen fiestas. Otros se toman selfies. Les cantan, les rezan. Otros invitan a la presidenta.
“Las madres son las que más besan los huesos”, cuentan con la autoridad que da la experiencia. Las esposas, en cambio, quieren que el último adiós no esté falto de belleza.
Las Violetas
Luciano Zuppa se bebe su cerveza en calma. Está sentado en medio de un ruidoso bar flanqueado por vitrales luminosos que le dan un aire de grandeza al salón.
Por segunda vez en menos de cinco minutos un mozo se acerca a preguntarle si “está todo bien” y si desea “alguna otra cosa”.
-No, muchas gracias. ¿O me pido un whisky para contarles mejor?, sonríe, mientras las conversaciones alrededor inundan el lugar.
Zuppa es hijo de desaparecidos y lo lleva en los ojos.
En noviembre de 1976, cuando apenas tenía un año y medio, un comando armado entró a la casa donde vivía en La Plata, a 50 kilómetros de la capital argentina, y se llevó a Néstor Óscar Zuppa e Irene Felisa Scala, sus padres, a la fuerza. Nunca más los vio.
Al menos no con vida.
“A mediados de 2012, 36 años después y tras un par de procedimientos, alguien del EAAF me escribe y me dice que tienen indicios de que unos restos que han encontrados pueden ser los de mi mamá”.
El bar donde Zuppa se bebe su cerveza se llama Las Violetas, ubicado en el barrio Once, en el centro de Buenos Aires.
Durante los años del régimen militar argentino, las Abuelas de la Plaza de Mayo se reunían en este lugar para intercambiar información sobre los hijos que buscaban denodadamente, mientras aparentaban que celebraban cumpleaños y aniversarios.
El día que fue a recoger los restos, Luciano fue acompañado de la persona que lo había criado desde que sus padres fueron desaparecidos: su abuela.
“Cuando llegamos al EAAF ella, que tenía 96 años entonces y ahora tiene 100, fue incapaz de ver los restos de mi madre, su hija. Lo intentó, pero no fue capaz. Tuvo que salir. Entonces la gente del equipo me dijo que la llevara a su lugar favorito para alegrarla un poco y la traje acá, a Las Violetas, donde solía venir con mi abuelo y con sus amigas cuando joven”, relató Zuppa.
Pero él sí los vio. Mientras su abuela se restablecía en un corredor anexo, él se quedó delante de los huesos de su madre, el conjunto de fragmentos que había buscado toda su vida.
“Estaba el esqueleto en perfecto estado, pero le faltaba el cráneo. Y eso hizo más difícil el aceptar, primero, que eso era un cuerpo humano y, segundo, que fuera el de mi madre. Sin embargo, y eso lo entendí poco después, nunca estuve en los últimos 36 años de mi vida tan cerca de ella como en aquel momento”, afirma.
Desde que inició la búsqueda al lado del EAAF, los miembros del equipo le habían hecho una solicitud que parecía perturbadora: que les llevara fotos de sus padres sonriendo.
“Tal vez por eso es que me afectó tanto el hecho de no tener su cráneo. Es que en el cráneo está la única parte de un esqueleto que uno ha visto de la persona en vida, que son los dientes. El resto, los huesos, no los vemos porque están cubiertos de piel y carne. Yo pensaba que ver los dientes, la sonrisa, a mi mamá iba a ser un disparador para mi memoria“.
Después de sobreponerse a esa primera impresión, Zuppa comenzó a reconocerse en ese conjunto de trozos dispersos en la plancha de metal: notó una pequeña distorsión en los huesos del tórax de su madre, un hueso más largo de lo habitual, que él mismo tiene.
“Es increíble cómo te puedes relacionar con tu mamá hasta en los huesos: yo tengo la misma distorsión acá”, dice y señala el pecho, “por la que me he sentido incómodo toda la vida. Pero eso me ayudó a conectarme con sus restos y a superar la ausencia de un cráneo”.
Poco tiempo después, le avisaron que las pruebas del ADN entre su sangre y otro conjunto de huesos del laboratorio del EAAF habían dado positivo. Eran los huesos de Néstor.
En el caso de su padre, los pedazos disponibles eran menos y estaban en peor estado, pero allí estaba la calavera y sus dientes. La primera sonrisa que tuvo de su padre para el recuerdo, más allás de las fotos, y también la última.
Había llegado el momento de enterrarlos.
Comenzó con la idea de una ceremonia pequeña. Íntima. Terminó como una ceremonia de Estado, con lectura de un mensaje oficial de la entonces presidenta Cristina Fernández de Kirchner y los miembros del EAAF contando cómo había sido el proceso, en el salón de eventos de la Universidad Nacional de la Plata donde sus padres habían sido docentes.
Y más: “Invité a un grupo de rock muy conocido, Estelares, a que cantaran una canción que significaba mucho para mí dentro de este proceso: Ardimos. Y aceptaron. Vinieron y la cantaron en vivo”.
Era la música que había escuchado en sus viajes a ver los huesos al laboratorio forense, donde los científicos los conservan después de la identificación hasta que la Justicia da el debido permiso para hacer la entrega a los familiares.
La canción contenía una letra de simbolismo premonitorio: cuenta la historia del fuego intenso de una relación viva, pero es el coro que se repite hasta mezclarse con el riff de la guitarra el que calzó en el oído de Zuppa, “Tú sabes mi amor como es, el cielo siempre azul de mi amor”.
“Era necesario hacerlo y hacerlo así, aunque pareciera extraño. Tener los huesos era como acabar con un montón de ansiedad y preguntas que me había hecho por años“, apunta Zuppa mientras apura la cerveza.
“Pese a que han pasado cuatro años y todavía sigo tratando de procesarlo. Me preguntás cómo me siento, y no sé… Dejé mi empleo, me fui de viaje, empecé otro camino, una búsqueda más interior y personal. Dejé de buscarlos a ellos para comenzar a buscarme a mí”.
Selfies y peticiones extrañas
Sobre el escritorio de Patricia Bernardi hay una botella de vino esperando ser abierta.
Aunque no lo dice, puede ser un regalo de un familiar agradecido por haberle devuelto los restos de su ser querido. Gestos que se repiten y que, pese a llevar más de tres décadas en esta labor y haber visto “de todo”, todavía la sorprenden.
Pero no la descuadran: son los instantes definitivos de su trabajo.
“No importa si estás en Argentina, en El Salvador o en el Congo, vos tenés que tener claro que te vas a enfrentar a una familia, y que en 20 minutos a solas con los restos y con ellos, les vas a decir lo que ellos se llevan preguntando durante 20 años”, explica mientras camina entre las cajas llenas de huesos del laboratorio.
“Y lo que le vas a decir tiene que ser contundente como es el trabajo científico, pero dicho con cuidado y con afecto“.
En esos momentos de encuentro íntimo, los sentimientos y las reacciones, muchas veces la desencuadernan de su papel de antropóloga.
“Un día a un chico le devolvimos un cuerpo sin cráneo y entonces nos dijo 'si me dan el cráneo de otro, se los cambio por todo el esqueleto de mi papá'. Era como que el cráneo era súper importante para él y no se lo teníamos”, relata y se ríe, con una risa compasiva y amorosa, contagiosa.
“Lo que les damos es suficiente para hacer el duelo”, remata.
Un duelo que inicia cuando se reencuentran con el ser querido. Muchas esposas que vienen por los restos de su marido se ponen bonitas, cuenta Patricia, maquilladas y bien teñidas, como si fueran a una cita. Que esa despedida tenga algo de belleza física.
Y en plena era digital, muchos quieren que el encuentro con los huesos quede documentado.
“En los últimos años me impactó lo de sacarse fotos. Recuerdo que identificamos al hijo de un señor alemán. Cuando entró, me entregó la cámara y me pidió que le sacara una foto, yo le dije que sí y él enseguida puso su cara al lado del cráneo”, dice la antropóloga.
“Yo me quedé paralizada. Él me dijo que, cuando secuestraron a su hijo, los militares se habían llevado todas sus fotografías, que no tenía ni una de su hijo en vida. Y yo pensaba 'esto es un esqueleto, no es tu hijo'. Pero el familiar no ve lo que uno ve y es importante entender eso”.
Las historias siguen: amigos que le han traído una serenata de guitarra, un familiar malabarista que se despidió de su ser querido como mejor sabía hacer y montó un espectáculo circense para su entierro.
Alguien que trajo el álbum de fotos de toda la parentela y se lo mostró página por página a un cráneo baleado sobre la mesa forense.
Desde el comienzo, el vínculo con las familias ha sido el sello que distingue el trabajo del EAAF.
Ellos han elegido que no sólo sea excavar, analizar y confirmar: eligen ser quienes entregan los huesos a sus dueños y ponen el hombro para mitigar las emociones que salen a la luz entre las paredes de su laboratorio.
Pero el contacto con las familias también les sirvió para afinar el método: explicarles, por ejemplo, que los huesos se muestran en un esqueleto armado.
“Lo pensamos después de que una familia nos reclamó que no le habíamos dicho qué se iban a encontrar y quedaron impactados al verlo sobre una mesa. Para nosotros era obvio, pero ellos pensaron que les íbamos a dar una urna”, anota.
Cuando termina la charla ella continúa concentrada en un acta de entrega que se realizará esa semana. Un nuevo encuentro, una nueva sorpresa.
Un collar de cerámica
La estridencia de los camiones que pasan por encima apenas le permiten hablar a Josefina Giglio. Pero no grita, no lo quiere hacer en este lugar.
Madre de dos niños e hija de desaparecidos, intenta hallar el retrato de su madre en el afiche que está colgado sobre las ruinas del Centro Clandestino de Detención y Tortura Club Atlético, que está -estaba- ubicado debajo de la autopista 25 de mayo de la capital argentina.
-Aquí está Coca, mirá- señala la foto de Virginia Isabel Cazalas, su madre, entre las centenares de imágenes de personas impresas sobre una sábana como recuerdo de quienes estuvieron presos aquí.
Josefina está acá porque este fue el último lugar donde, según testimonios de otros detenidos sobrevivientes, su madre fue vista por última vez.
A principios de 1978, cuando tenía 8 años, se la arrebataron de la casa en donde vivían clandestinos en Buenos Aires.
Desapareció, lo mismo que había ocurrido con su padre un año antes.
Y desde entonces los anda buscando, a ella y a él, sin éxito.
Josefina es una de los muchos hijos que todavía no pudieron reunirse con los huesos.
Por eso tal vez sus peregrinaciones a las ruinas de Club Atlético, como un mecanismo para no olvidar ante la tierra abierta de las excavación arqueológica que se realiza ahora en este lugar antes utilizado para la tortura y que quedó sepultado cuando se construyó la autopista.
“En esto hay como dos partes: primero estás como esperando, como detenido en el tiempo esperando a que vuelvan, y después hay un momento en que comenzás a buscar”, dice Josefina.
“Siempre estás buscando”.
“Había una época en que había una publicidad en la tele y el actor era igual a mi papá. Igual. Y mi papá había estudiado teatro, entonces yo decía 'por ahí le dieron un golpe en la cabeza, se olvidó quién es y es ese actor'. Escribí al canal y todo. Nunca nadie me contestó, obviamente… Después, mi búsqueda en serio comenzó cuando de grande empecé la universidad”.
Su despertar universitario fue también el inicio de una misión colectiva: la agrupación Hijos e Hijas por la Identidad, la Justicia contra el Olvido y el Silencio (H.I.J.O.S), algo así como una versión filial de lo que hacían las Madres y las Abuelas de Plaza de Mayo, que fue fundada en 1994, cuando muchos de los hijos de los desaparecidos cumplieron la mayoría de edad.
Con ellos logró, dice, “democratizar el dolor”. Con ellos lloró, protestó en las calles.
Estudió a fondo la historia de sus padres para intentar encontrar pistas: las impresiones del sulfuro de plata en las fotografías, la tinta aplastada en las hojas de las cartas. Algo que le permitiera entender quiénes eran, por qué habían luchado, qué sentido había tenido su muerte casi segura.
Y ha visto, como un tren que pasa de largo en una estación, cómo a otros compañeros de militancia el EAAF les han restituido los restos de sus padres, mientras ella los sigue esperando.
“Tengo la fantasía que me iría a dormir la siesta con los huesos”, cuenta y se ríe. La carcajada le suelta la mirada que aguarda tras unos anteojos gruesos de carey. La idea le enciende una chispa.
“Tendría algo así como un amuleto, un deseo de hacerme un colgante con ellos”, continúa sonriente.
Josefina ya tiene un collar.
Al día siguiente del secuestro en el verano del 78, cuando le dieron permiso para entrar al departamento de donde se habían llevado a Virginia para buscar algunas cosas, la única pertenencia de su madre que se llevó fue un collar de cerámica que habían comprado juntas en la feria de Plaza Francia.
“Pensaba dárselo cuando volviera”.
Durante estos años ha elaborado mil conjeturas, pero a pesar de su empeño hay cuentas que no puede obviar: el EAAF sólo tiene restos óseos de unas 600 personas y siguen hallándose algunos centenares más, pero el número queda muy lejos de los 30.000 desaparecidos que calculan las organizaciones de derechos humanos e incluso de los 10.000 que reconocen las fuentes más conservadoras.
Y a muchos de ellos, se sabe, los tiraron al Río de la Plata y al mar desde los llamados “vuelos de la muerte”.
“Durante mucho tiempo tenía la sensación de ser hija de un agujero negro y los huesos siento que me permiten esa continuidad: yo soy esos huesos, voy a ser esos huesos. Recuperar esa continuidad que se cortó. Uno cree que una tibia y un peroné son innecesarios, hasta que te das cuenta de que son una fuente de alivio y te darían un cierre”, reclama.
Una fila india de camiones interrumpe la charla hasta el punto de suspenderla. Pero antes de irse ella mira el abismo de las excavaciones: dice que siempre busca algún objeto, alguna presilla, un pedazo de herencia que le debe el destino.
Para tenerlo mientras llegan los huesos.