Agregó que los clientes exigen nuevos productos, lo que ha incentivado el ingenio de los ladrilleros, quienes ahora producen fachaletas, tinajas, coronas, barriletes, baldosa, cuadros y marcos, que se utilizan como piso en las viviendas.
La jornada de trabajo comienza a las 4 horas con la limpieza y preparación del terreno que utilizan para elaborar las piezas de barro. El artesano Javier Orellana comentó que las piezas de barro son elaboradas durante la mañana para que se sequen con los rayos solares. Cada trabajador hace un promedio de 500 productos diarios.
Agregó que después del almuerzo empieza el trabajo de preparación de tierra, que consiste en amasar el barro con los pies hasta lograr la consistencia deseada para cada producto. Este proceso es importante y delicado, puesto que de él depende la calidad del artículo, y además requiere de mucho esfuerzo físico, citó Orellana.
Entrada la noche, los ladrilleros cubren con nailon el barro amasado, para que mantenga una temperatura estable, y luego proceden a colocar las piezas en cadena para que se sequen al aire. La parte final del trabajo es poner el producto en el horno.
Cirilio Cos explicó que los precios de estos artículos han disminuido, debido al crecimiento industrial que ofrece los mismos productos; pero con una combinación de materiales diferentes al barro.
Añadió que el costo de transporte, material y leña para el horno aumenta cada día, pero lamentablemente los clientes no están dispuestos a pagar más por los productos de barro, que le dan un toque especial a pisos y paredes.
Tradición textil
La revolución industrial causó el derrumbe de la economía tradicional de los textiles cuando el telar mecánico fue sustituyendo al manual desde finales del siglo XVIII; sin embargo, en Chimaltenango la demanda por los manteles fabricados sin la ayuda de las máquinas metálicas subsiste.
El telar de madera fue traído al país por los españoles durante el tiempo de la colonia, lo que diversificó la variedad textil guatemalteco. A Chimaltenango llegó tardíamente, ya que el primero llegó hasta 1955, cuando Manuel Tumax llevó a ese lugar el arte del labrado textil desde Totonicapán.
Buen número de pobladores se interesaron en el trabajo y comenzaron a aprenderlo y explotarlo comercialmente.
Para la década de los noventa los telares se encontraban en su apogeo, debido a la demanda de los manteles que se generó entre la población, así como entre los turistas. Para entonces ya se manejaba un amplio número de diseños de tamaños y estilos. De esa manera, por la calidad del producto elaborado se ignoran los adelantos tecnológicos en provecho de la tradición.
Actualmente, ya no existe gran cantidad de artesanos del hilo. Quizás porque el trabajo requiere mucha dedicación y esmero, aunque también está la situación económica, ya que el precio de los manteles no es excesivo. Varía de entre Q45 a Q70 cada una de las piezas.
“Ello depende de la medida y el diseño que se utilice”, expresó Modesto Alburez, quien desde hace más de 30 años se dedica a esta actividad. Los precios económicos de su costo no permiten pagar altos salarios a los posibles obreros.
Alburez también considera que la disminución de tejedores y telares se debe al paso incontenible de la tecnología moderna, que está cobrando la factura a la artesanía. Los telares manuales han ido desapareciendo, y hoy únicamente existen cinco de ellos en El Tejar, señaló Alburez.
La incapacidad de competir en altos salarios con la industria actual, así como la exigencia de la producción de manteles con excelente acabado ha condicionado a los propietarios a manejar ellos mismos los telares. “La mayoría de ellos son operados por sus propietarios”, citó Rosenda Pangán, una de las artesanas.