Fernando Urquizú explica que vinieron “con la introducción del calendario romano antiguo y sus festividades religiosas y las civiles españolas que marcaban fiestas especiales como el paseo del pendón español, el día de Santa Cecilia o el cumpleaños de los monarcas, por ejemplo”.
Pedro Cortés y Larraz, Arzobispo de Guatemala entre 1767 y 1779, describe las celebraciones de ese periodo: “Advertí que las solemnidades se reducen a cultos exteriores y excesivos de muchos cohetes”.
Por su parte, el cronista Domingo Juarros, en su Compendio de Historia de la Ciudad de Guatemala, publicada en 1809, asegura que, según sus investigaciones, cuando fue inaugurada la segunda catedral de Santiago de Guatemala, en 1680, hubo repique de campanas y fuegos artificiales durante siete días.
La fabricación de cohetes en esta región, explica el reconocido historiador Juan Haroldo Rodas, puede ser fechada en el siglo XVI, pues hubo un estanco de pólvora asentado en Nueva España (México). Alrededor de 1630 y 1650 se abrió uno en la capital de Santiago de Guatemala. “Todavía quedan ruinas del estanco a la entrada de Antigua —dice Rodas—, el cual, en su momento, quedó independiente del de Nueva España desde 1765, contó con un administrador general y casas de producción en León, Comayagua, Chiquimula, Coyotenango, Tegucigalpa, Ciudad Real de Chiapas, Sonsonate, Quetzaltenango, así lo exponen las investigaciones al respecto”.
Rodas nos explica, además, el tratamiento que se le daba a la pólvora para fabricar cohetes: “Se trituraba en molinos movidos por bueyes. Después participaban las mujeres moliéndola mejor”, y aclara que “la pólvora solo fue usada de forma defensiva en el Castillo de San Felipe”.
Acerca de la fabricación de cohetes, Urquizú explica que en el antiguo reino de Guatemala ese trabajo estuvo a cargo de un gremio de coheteros que operó con las mismas “limitaciones y prerrogativas” que tenían los pintores y escultores, por ejemplo. “Lo que sucede es que, en tal sentido, su uso estaba asociado a las demás artes”; el objetivo de permitir la fabricación era fijar las ideas “promovidas por los grupos de poder; es decir, para impulsar la obediencia a Dios y sus autoridades terrenales expresadas en la monarquía y sus funcionarios. El santo patrono de los coheteros era Santa Bárbara”.
Urquizú afirma que durante el periodo de la dominación española había talleres que controlaban la fabricación de los juegos, pero fueron sustituidos en forma paulatina por pequeñas fábricas de tipo artesanal en los pueblos “con mano de obra indígena del área de Guatemala, Sacatepéquez y Chimaltenango, especialmente en este último departamento, donde son famosas las bombas de Sumpango”.
El gremio de coheteros al que se refiere Urquizú fue establecido en 1728. Así lo explica Héctor Samayoa Guevara en su libro Los gremios de artesanos en la ciudad de Guatemala (1524-1821), publicado en 1962. Pero según este historiador, fue en 1737 cuando se promulgaron las ordenanzas del referido gremio, cuando los coheteros eran evaluados en su habilidad de elaborar cohetes voladores, de caña y todas las demás variantes hasta entonces conocidas.
Evolución
Al principio los juegos pirotécnicos fueron explosivos que podríamos calificar de sencillos, si se les compara con las poderosas bombas de luminotecnia que se hacen estallar en los cielos guatemaltecos en este siglo XXI. En efecto, Lubia Moraga Vargas, conocedora del tema —por estar involucrada desde hace más de 30 años en la cohetería y adscrita a la revista Cienfuegos, cuyo primer número, publicado en Argentina, incluyó una breve reseña de la pirotecnia en Guatemala— explica que la producción y comercialización de los cohetes ha variado enormemente. “A mediados del siglo XX —dice— solo se comercializaron cohetes, estrellitas, volcancitos y otras formas pirotécnicas bastante sencillas, pero en la actualidad se han convertido en una variedad de más de mil 500 piezas de cohetes”.
Dentro de esa variedad están los llamados canchinflines, que existieron desde la Colonia, prueba de ello, según Rodas, es que hay escritos que se refieren a juegos bastante similares. Pero los juegos pirotécnicos más comunes quizá fueron las bombas —pólvora granulada, con un empaque de papel grueso, al que se le agrega un pitón o pita de maguey como brea—, y también los cohetes de vara de bambú, de aproximadamente dos metros de largo”.
Rodas añade que a partir de 1950- 1960 aumentó la variedad y empezó a incrementarse la producción local de juegos pirotécnicos en Mixco, Ciudad Vieja, San Juan Sacatepéquez, San Raymundo y algunas poblaciones de Totonicapán, donde se especializan en esta industria.
El torito
Es una estructura liviana, de madera, forrada de cohetes y otras variedades explosivas. Quien lo lleva en hombros se abre paso entre las personas, quienes, para divertirse, corren, se ocultan y lo persiguen. En la actualidad, casi en cualquier comunidad donde haya una celebración con juegos pirotécnicos, se hace presente el torito; por ejemplo, en las fiestas patronales.
Rodas lo describe de esta manera: “Es una armazón en forma de cuerpo de toro, confeccionada con materiales livianos, para moverlo con facilidad. Sobre este lleva una armazón de caña y en estos van sostenidos los carrizos con pólvora que dan vueltas a los adornos y disparan al mismo tiempo los cohetillos y canchinflines colgados en la parte exterior. Esta armazón es sostenida por una persona que va debajo y brinda la movilidad a la armazón. Esta persona debe estar entrenada para este manejo, ya que, de lo contrario, puede asfixiarse”.
Según Rodas, la procedencia se podría rastrear hasta España. “Es una secuela de la representación de las corridas de toros o las de San Fermín. Se relaciona con celebraciones religiosas, pues aparece antes de las procesiones. Su historia, a pesar de que viene de España, se remite a la cultura grecolatina, en donde los toros o bueyes eran dados como ofrenda por Dionisio al Sol. Existen variantes en toda América Latina”.
En cuanto al origen del nombre canchinflín, Urquizú explica que se trata de un localismo que identificaba inicialmente a los juegos pirotécnicos “ofrecidos por mercachifles que vendían estos productos de temporada en las fiestas tradicionales”.
Semejante al canchinflín es el silbador. Se diferencian en que el primero, cuando es lanzado, revolotea, sin dirección, entre las personas, en tanto que el silbador vuela directo, en forma de arco, y suele ser explosivo cuando hace contacto con una superficie. Ambos fueron prohibidos a partir del 13 de diciembre del 2007, por ser considerados peligrosos.
Accidentes
Uno de los percances más graves ocasionados por estos artefactos sucedió en noviembre del 2006 y dejó 18 muertos y varios comercios destruidos, como consecuencia de un incendio que se originó en una venta de juegos pirotécnicos, en el sector El Granero del mercado La Terminal, zona 4. Ese mismo año, el día de Navidad, se produjeron 14 siniestros, dos de ellos de gran magnitud, causados por personas que lanzaban canchinflines. En el 2007, un incendio que ocurrió por las mismas fechas destruyó 45 puestos de venta de cohetes, a pocos metros del mercado de Antigua Guatemala. En el 2008 la historia se repitió; esta vez en Panajachel y en Xela.
Lourdes Santiso, coordinadora de la Clínica de Quemaduras Infantiles y Jefa de la Unidad de Quemaduras Pediátricas del Hospital Roosevelt, afirma que la mayoría de accidentados por esta causa suelen ser niños y adolescentes. Ellos constituyen el 7 por ciento de los casos y se producen, sobre todo, en noviembre y diciembre. Es una minoría, si se compara con el 61 por ciento que se quema por líquidos calientes, expresa Santiso.
Sus recomendaciones para estas fechas es que los niños jueguen siempre bajo la supervisión de adultos, que no guarden ningún juego pirotécnico en su ropa, que no traten de elaborar bombas con pólvora sobrante, y, en caso de quemaduras, echarse agua en el área afectada inmediatamente.
Otros que fueron prohibidos son los saltapericos, “un sistema de juego pirotécnico mucho más reciente —según Rodas—, que fue incorporado a las formas de festejos hasta el siglo XX. Se prohibió a fines de los años 60 y principios de los 70”. La razón, cuenta Moraga, fue que contenían fósforo rojo o negro, y por ello los ingerían personas que querían suicidarse. Moraga, quien además es propietaria de una de las más antiguas coheterías del país, El Volcancito, refiere que los dispositivos que lanzan llamas, chispas o humo de grandes efectos visuales, sonoros y fumígenos, son traídos de Asia en la actualidad, pero al distribuirlos también reparten normas de seguridad, pues los juegos pirotécnicos, dice: “pueden ser muy buenos o peligrosos; todo depende del uso que se les dé”.
Alguna vez nos hemos preguntado por qué en nuestros países los cohetes recibieron tan buena acogida, a diferencia de otros como los europeos y EE. UU., donde el uso de estos artefactos es casi nulo. A esta pregunta Rodas responde que la proliferación se debe a las celebraciones religiosas, y además “tiene trascendencia el impacto que se desea por parte de las masas humanas de la exaltación y las fiestas. No por algo don Francisco Pérez de Antón titula su novela Los hijos del incienso y de la pólvora, ya que nuestras costumbres tienen un profundo significado religioso pero a la vez violento”. Añade el historiador que otro factor es que “sirven como una especie de desfogue, de liberación, y constituyen una de las formas de grito en sociedades como la nuestra, donde las gargantas enmudecen ante diversas presiones y se tornan en manifestaciones que permiten dejar en libertad al hombre de expresar lo que siente. Quizás esto nos muestra también que somos una sociedad violenta, porque nacimos con este estigma y lo continuamos por siglos. A la gente le cuesta expresarse. Es una sociedad muy apagada, por eso una forma de expresarse es a través de estos juegos”.
Sobre el mismo tema, Urquizú añade que en nuestros países se acoge más la tradición porque en Europa y EE. UU. se utiliza mucho la madera como materia prima y otros materiales muy volátiles para la construcción, pero en América Latina se utilizan más el adobe y la piedra. En el aspecto social, según Urquizú: “Los juegos pirotécnicos que se usan actualmente son una pálida sombra de su uso en el periodo de la dominación española. Su uso actual es más recreativo, aunque, a gran escala —como pueden ser las llamadas luces Campero—, mueven la publicidad dentro de un mundo eminentemente capitalista”.
El historiador expone como ejemplo las celebraciones en las que se utilizan juegos pirotécnicos, como el Día de la Independencia, “cuyo uso puede ser asociado fácilmente al periodo de la dominación española; sin embargo, las luces Campero están emparentadas con los fuegos artificiales que se queman cada noche en Disneylandia, con fines recreativos, pero que a la vez mueven las ideas capitalistas de grandes empresas”.
La llegada de los fuegos artificiales, como explicamos, se remonta a siglos atrás. Su uso en la actualidad puede ser una manifestación de gran alegría, pero también de grandes accidentes; todo depende del uso responsable que se les dé.
Definición
La palabra pirotecnia proviene del griego pur: fuego, y teckné: técnica, arte; o sea, el arte o la técnica de dominar el fuego.
En cuanto a fuegos artificiales, debemos considerar “artificial”, en su acepción latina, artifex, que significa obrero, artesano.
Legislación
Los canchinflines y los silbadores fueron prohibidos en forma definitiva hace dos años, aunque el proceso fue bastante duro, por la firme oposición del sector de coheteros, recuerda Edeliberto Cifuentes, jefe de la Unidad de Supervisión Administrativa de la Procuraduría de Derechos Humanos. Esta institución interpuso dos recursos de amparo para que fuera prohibida la producción, distribución y venta de canchinflines y silbadores, en 2005 y 2006. En ambos expedientes, la Corte Suprema de Justicia otorgó el amparo provisional.
Al final, el 13 de diciembre de 2007 se prohibió en forma definitiva “la importación, almacenamiento, fabricación y comercialización de silbadores y canchinflines”.
Pese a esa medida, Cifuentes añade que aún se calcula que entre 200 y 300 familias fabrican un producto similar a los mortales silbadores, y que aún entre dos y tres mil niños trabajan en la fabricación de todo tipo de cohetes.