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Vuelta al siglo XIX

Un lugar para descansar y disfrutar de paisajes espectaculares, así es la finca Chaculá, descúbrala en un reportaje de Revista D publicado en 2010.

Impresionante vista de la casa de hospedaje de la Chaculá. (Foto: Carlos Sebastián)

Impresionante vista de la casa de hospedaje de la Chaculá. (Foto: Carlos Sebastián)

Hay veces que uno necesita desconectarse del mundo e irse lo más lejos posible de la ciudad. Y viajar a donde ni la luz eléctrica pueda llegar. En Guatemala aún quedan sitios que reúnen esas condiciones, clásicas en el siglo XIX. Uno de ellos es la Finca Chaculá, en Nentón, Huehuetenango.

Está muy bien ubicada, ya que se sitúa a tan solo 10 kilómetros de la famosa Laguna Brava y todas las excursiones por sus alrededores son merecedoras de una visita.

Según Pauline Decamps, “la posada rural de Chaculá es pionera en turismo formal en toda la región de Nentón”. Decamps es la dueña del centro de turismo y posada rural Unicornio Azul, que se encuentra en la Sierra de los Cuchumatanes, y deja claro que aunque ella con su esposo, Fernando Mejía, tienen una alianza con la Finca y les proporciona asesoramiento en cuestiones turísticas, ambos negocios son independientes. Sin embargo, su implicación es muy importante. De hecho, su historia con los habitantes de esta finca parte de mucho tiempo atrás.

Historia

A principios de la década de 1990, Decamps —francesa de nacionalidad, aunque casi no ha vivido en ese país— trabajaba en el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (Acnur), y le tocó preparar el retorno de 210 familias que habían huido durante el conflicto armado a Comalapa, Chiapas, México. Ellos eligieron la Finca Chaculá para pasar el resto de su vida en Guatemala. Sencillamente, se habían sentido cautivados por este lugar, lo mismo que le había pasado al alemán Gustavo Kanter, que construyó en 1987 la vivienda, donde hoy duermen los huéspedes.

Una preciosa y acogedora casa con tres dormitorios, una amplia sala con bonitas vistas y una cocina que aún deben amueblar forman parte del inmueble. Mientras, doña Fabiana Felipe Bartolomé cocina en su casa y luego trae todo elaborado en un vehículo para que lo puedan disfrutar los comensales. Todas las habitaciones, además, tienen chimenea para resguardarse del frío nocturno y varias velas para alumbrarse en la oscuridad, ya que no poseen energía eléctrica, lo que aumenta el encanto del lugar y brinda la sensación de que se está en otra época, lejos del tecnológico siglo XXI.

Pauline Decamps no había perdido el contacto con esta comunidad y de hecho usaba esta misma casa cuando hacía cabalgatas con turistas. “Como no estaba remozada acampábamos en ella”, explica. Pero desde hace 5 años, en la comunidad surgió el deseo de potenciar el turismo en la zona, pero “no teníamos ni idea”, cuenta Isaías Andrés, el actual responsable del manejo de la posada rural. Poco a poco, “gracias al asesoramiento de Pauline y Fernando”, agradece Andrés, la idea fue creciendo y en el año 2009, presentaron su proyecto de turismo comunitario a un programa de la Unión Europea para obtener ayuda económica.

Sin embargo, fue rechazado. “No hay mal que por bien no venga”, señala Decamps. Y es que entonces la comunidad no se hundió, sino que agarró más fuerza. Decidieron, entre todos, seguir con el plan, y con los ahorros de la cooperativa arreglaron la casa. Cada habitante apoyaba con lo que podía. Por ejemplo, Édgar Díaz Esteban, el actual presidente de la cooperativa, de profesión carpintero, construyó varios de los muebles que hoy se pueden ver en la posada. Siempre ha sido una comunidad muy bien avenida. De hecho, conviven cinco etnias diferentes: popti, chuj, canjobal, mam y kiqche’, lo cual nunca ha supuesto ningún problema.

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En la actualidad el proyecto se ha convertido en toda una realidad y desde diciembre pasado han acogido a diversos grupos de turistas. La mayoría de ellos han quedado encantados —se puede observar por los comentarios que escriben en el libro de visitas— pero, no solo por el incomparable entorno, también por la hospitalidad de la comunidad, quienes saben atender al visitante de forma perfecta. Se nota que han recibido formación para ser guías turísticos por el Inguat. “Somos 18 personas las que hemos hecho este curso”, dice Andrés, quien habla a los turistas en inglés, gracias a que aprendió este idioma cuando fue a trabajar a los EE.UU. hace años. Pero quiso regresar para ayudar a su familia y a la comunidad. Y con este proyecto ha encontrado su trabajo ideal. Le encanta guiar a los turistas a excursiones por los alrededores y cuenta que ya tiene amigos entre los visitantes.

Lo que hay que ver

A escasos metros existe una laguna, llamada Yolnajab, que está rodeada de bosque, mucho del cual lo han conservado como área protegida, ya que se pueden observar numerosos restos arqueológicos. De hecho, “hay estelas de Chaculá en el Museo de Berlín y de Nueva York”, comentan, aunque también lamentan que muchas han desaparecido. Kanter hizo el primer museo de arqueología de la región, pero tuvo que salir huyendo, debido a conflictos de la época. La leyenda dice que tiró el tesoro por el hoyo cimarrón. Un espectacular agujero de 150 metros de profundidad por 170, de diámetro con un frondoso bosque en el fondo, que también vale la pena visitar.

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Laguna Yolnajab, en sus alrededores se pueden observar restos arqueológicos. (Foto: Carlos Sebastián)

“Estoy sorprendida de la visión empresarial que tienen”, expresa Decamps. Y es que las ideas surgen por doquier y ahora sueñan con incluir otras actividades para dar un servicio más completo. En un futuro, les gustaría tener caballos para hacer excursiones ecuestres, bicicletas de montaña, potenciar las áreas arqueológicas para estudiantes de arqueología o clases para aprender a tejer, entre otras cosas. Todo ello, acompañado por la hospitalaria comunidad que apoya el proyecto y que está encantada de compartir sus experiencias vitales de las que tanto se puede aprender.

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