Aunque las autoridades electorales afirman que su opositor, el líder sindicalista de izquierda Pedro Castillo, tiene una ventaja de más de 40.000 votos con todas las papeletas contadas, aún no han declarado un vencedor un mes después del cierre de las urnas, mientras consideran la demanda de Fujimori de que se desechen decenas de miles de boletas.
Nadie se ha manifestado, ni siquiera semanas después, para corroborar las afirmaciones de fraude de Fujimori; los observadores internacionales no han encontrado pruebas de irregularidades importantes y tanto Estados Unidos como la Unión Europea han elogiado el proceso electoral.
Sin embargo, los reclamos de Fujimori no solo han retrasado la certificación de un vencedor, sino que también han radicalizado a elementos de la derecha peruana de un modo que, según los analistas, podría amenazar la frágil democracia del país, mientras la nación lucha por superar la pandemia y el creciente descontento social.
Muchos en Perú han señalado que las afirmaciones de Fujimori se asemejan a las de Donald Trump en 2020 y a las de Benjamin Netanyahu en Israel este año. La diferencia, dicen, es que las instituciones democráticas de Perú son mucho más débiles, lo cual deja al país más susceptible de sufrir una creciente agitación, un golpe de Estado o un giro autoritario.
En Perú, los que piensan que las elecciones fueron robadas se concentran en las clases altas de la capital, Lima, e incluyen a exlíderes militares y exmiembros de familias influyentes. Algunos de los partidarios de Fujimori han pedido de manera abierta que haya nuevas elecciones o incluso un golpe militar si Castillo toma protesta como presidente.
“Es un peligro para la democracia”, dijo el politólogo peruano Eduardo Dargent y agregó que Fujimori era parte de una creciente “derecha global negacionista”.
“Creo que Keiko acabará por salir de la escena”, continuó. “Pero deja un escenario muy complicado para el próximo gobierno”.
Poco antes de las elecciones de junio, la democracia peruana, de dos décadas de antigüedad, estaba muy necesitada de un impulso. El país había pasado por cuatro presidentes y dos congresos en cinco años, mientras los legisladores se veían envueltos en escándalos de corrupción y ajustes de cuentas que disminuyeron la confianza en las instituciones políticas.
Además, Perú ha registrado el mayor número de muertes per cápita del mundo a causa de la COVID-19 y ha visto cómo el virus llevaba a casi el diez por ciento de su población a la pobreza, lo cual pone de manifiesto las grietas en las redes de seguridad económica y social del país.
Los votantes no podrían haberse enfrentado a una elección más difícil cuando acudieron a las urnas el 6 de junio para decidir entre Castillo, un hijo de campesinos que goza de un amplio apoyo indígena y rural, y Fujimori, un símbolo imponente de la élite peruana y la heredera de un movimiento populista de derecha iniciado hace tres décadas por su padre, el expresidente Alberto Fujimori.
Millones de peruanos que no se sentían representados por los gobiernos anteriores estaban ansiosos por celebrar el ascenso de Castillo, que ha vivido la mayor parte de su vida en una región rural empobrecida.
Desde las elecciones, los partidarios de ambos candidatos han salido a la calle en mítines opuestos.
“Nosotros también somos peruanos. Queremos participar en las decisiones políticas y económicas del país”, dijo frente a la oficina electoral un día hace poco Tomás Cama, de 38 años, profesor y partidario de Castillo en el sur de Perú.
Sin embargo, los vínculos de Castillo con políticos más radicales (su partido está encabezado por un hombre que ha elogiado al presidente Nicolás Maduro de Venezuela por consolidar el poder) y su propuesta de cambiar la Constitución para que el Estado tenga una mayor participación en la economía han avivado los temores entre los peruanos acomodados.
Estos temores tienen un terreno fértil en Perú tras décadas en las que Sendero Luminoso, un violento grupo insurgente con fines comunistas, sembró el terror en gran parte del país. También han permitido que las acusaciones infundadas de fraude de Keiko Fujimori cobren fuerza: una encuesta reciente mostraba que el 31 por ciento de los peruanos consideraba creíbles estas afirmaciones.
Con el argumento de que el partido de Castillo manipuló los recuentos oficiales en los colegios electorales de todo el país, Fujimori pretende anular hasta 200.000 votos, en particular en las regiones rurales e indígenas donde Castillo ganó por un amplio margen.
Dado que está programado que el nuevo presidente tome posesión el 28 de julio, muchos miembros de la élite peruana apoyan los intentos de Fujimori por anular los votos. Cientos de militares retirados enviaron una carta a los altos mandos militares para exhortarlos a no reconocer a “un presidente ilegítimo”. Un exmagistrado de la Corte Suprema de Justicia de la República presentó una demanda para solicitar la anulación de las elecciones en su totalidad.
Por momentos, el discurso de unas elecciones robadas ha adquirido tintes racistas y clasistas. En la víspera de las elecciones, circularon noticias falsas en la aplicación de mensajería WhatsApp de que los indígenas habían rodeado Lima, para dar a entender que usarían la violencia si Fujimori ganaba.
En un mitin reciente de Fujimori, entre la multitud, un grupo de jóvenes con chalecos antibalas y cascos marcharon con escudos improvisados pintados con la Cruz de Borgoña, un símbolo del imperio español popular entre quienes celebran su herencia europea. Un hombre hizo lo que pareció ser un saludo nazi.
Fujimori, nieta de inmigrantes japoneses, que forma parte de una comunidad peruano-japonesa más extensa, se ha aliado de manera cercana con la élite del país, en su mayoría de ascendencia europea, tal como hizo su padre.
Varios de sus partidarios han hablado de manera informal sobre su esperanza de que los militares intervengan.
“Solo de manera provisional, hasta que los militares puedan decir: ‘¿Saben qué? Nuevas elecciones’”, dijo Marco Antonio Centeno, de 54 años, administrador de una escuela. “La alternativa es el totalitarismo”.