El pasado noviembre ya había sufrido la misma suerte Mohamed “Kasab”, el único terrorista que fue capturado con vida durante los ataques lanzados por un comando paquistaní hace casi un lustro en la ciudad de Bombay, en los que murieron 166 personas.
Ambas acciones terroristas despertaron una enorme indignación en la India, que vio en las dos la mano del vecino Pakistán.
En el primer caso, Nueva Delhi desplegó cientos de miles de soldados en la frontera con Pakistán y se habló de guerra nuclear; en el segundo, suspendió el proceso de diálogo con este mismo país, con el que rivaliza desde la independencia de ambos, en 1947.
“Cualquier clemencia con el autor de un ataque terrorista contra el Parlamento hubiera sido la decisión incorrecta” , alegó tras la última ejecución el secretario general del gobernante Partido del Congreso Digvijay Singh.
Más allá de las justificaciones, las muertes de Kasab y Guru han puesto fin a una larga moratoria no oficial en la aplicación de la pena capital en la India, donde la anterior ejecución -de un acusado de violar y asesinar a una colegiala- había sido en 2004.
Los dos últimos presidentes, Abdul Kalam y Pratibha Patil, se habían mostrado reacios a sancionar penas de muerte, contempladas solo en casos “rarest of the rare” (“el más extraordinario entre los extraordinarios”), como delitos de especial violencia o alevosía.
Kalam y especialmente Patil optaron por conmutar este castigo -que debe ser ratificado por el Supremo y el Ministerio del Interior- por cadenas perpetuas, algo que confirmaba una tendencia en la India en las últimas décadas a abolir la pena capital.