Aquel día gris, su vida quedó partida en dos: dejó a Javier, de sólo cuatro años; a Roxana, de seis; Sindy, de nueve; y Liliana, de 11, bajo cuidado de sus abuelas en Chalatenango, a 90 kilómetros al norte de San Salvador.
“Les dije que me iba por cinco años, pero sabía que no era así”, cuenta esta trigueña de 43 años, baja estatura y cara redonda, sentada en el salón de la casa donde trabaja.
Nacida en San Francisco, un caserío en las montañas de Chalatenango, no pudo estudiar porque la pobreza la empujó desde niña a trabajar de vendedora en la calle.
A los 14 años, se quedó embarazada. A los 20, tenía cuatro hijos y un matrimonio que se caía a pedazos: José partió primero a Estados Unidos, donde trabaja de jardinero indocumentado en Maryland.
Convencida de que en Chalatenango nunca saldría adelante, se endeudó para pagar los 7.000 dólares que le exigía un “coyote” (traficante de personas) para llevarla a Estados Unidos, como hacen miles de centroamericanos en busca de empleo. Tras el “sueño americano”, arriesgan su vida en el camino, plagado de bandas crimales.
Allá le esperaba el trabajo duro. Sin hablar bien inglés, se ha ganado la vida como empleada doméstica, obrera, ayudante de cocina en un restaurante salvadoreño y cuidadora de ancianos.
Hoy, ya con papeles, paga los estudios de Javier y Roxana en El Salvador, ayuda a Liliana y Sindy, que cuando crecieron emigraron a Estados Unidos, y termina de criar a otras tres hijas -de 14, tres y dos años-, que tuvo con Fernando, un salvadoreño que conoció al llegar a Nueva York.
Trabajadora todoterreno
Con abnegación y coraje, Mirna mantuvo a los hijos que dejó y no vio crecer. De pequeños, vivieron en San Francisco con su madre, Juana, hasta que ésta enfermó y se mudaron con la abuela paterna, Gudelia, al pueblo vecino, El Rosario.
Con poco dinero y muchos años sin documentos, a El Salvador sólo ha podido ir tres veces. Aún así, se siente cerca de sus hijos. “Soy una mamá muy protectora, de carácter. A mis hijos los he sabido corregir por teléfono, a pesar de no estar allí. Quiero lo mejor para ellos”, explica como excusándose.
De visita en casa de su abuela Gudelia, Javier, de 21 años, habla con orgullo de su madre: “es una trabajadora todoterreno”. “Cuando llama, nos cuenta que termina el día cansada. Sale tarde de trabajar y debe llegar a su casa a preparar la cena”, relata el joven, quien con Roxana visita a las abuelas los fines de semana.
Ambos saben bien el precio que hay que pagar por irse del país para trabajar.
A diferencia de sus padres y de Liliana y Sindy, no piensan emigrar y viven en una modesta casa que Mirna les compró en San Salvador, donde estudian comunicación y radiología médica en la Universidad. Emigrar es “perder la vida de familia”, advierte Javier. “Primero, mi abuela Juana y luego, la abuela Gudelia han desempeñado el papel de madre y padre a lo largo de estos años”, agrega.
En la casa de cemento blanco y celeste, rodeada de flores y árboles frutales, Gudelia recuerda cuando tenía poco para la comida y las medicinas de los niños si enfermaban. “Hemos pasado momentos difíciles, de angustia. Las remesas nos ayudan a cubrir necesidades, pero se pasa mucha soledad”, comenta la abuela.
El Salvador, de 6.2 millones de habitantes, tiene a otros tres millones en el exterior -85% en Estados Unidos-, que en 2013 enviaron remesas por 3.969 millones de dólares, un 15,9% del PIB.
El Rosario, una localidad de caminos de tierra, donde habitan unas 200 familias, vivía del cultivo de cebolla, pero hoy muestra la inyección de remesas: una calle de acceso asfaltada, vehículos doble tracción y viviendas de hormigón.
La de Gudelia fue levantada, con ayuda de Mirna y José, junto a la vieja casa de adobe y tejas donde crecieron los niños.
Javier y Roxana guardan una ilusión: “que un día nuestra madre vuelva para quedarse”, revela él. Pero Mirna no piensa volver tras sus pasos: “me encantaría que mis hijos vinieran un día a ejercer su carrera acá. Sería la mujer más feliz del mundo”.