Descendiente de vascos, y en esa época residente en Argentina, murió, como la mayoría, en las heladas aguas del Atlántico Norte, pero su cuerpo sí fue encontrado.
Se estima que resistió algunas horas sobre una hamaca que hizo las veces de balsa, pues al ser rescatado su cadáver se encontró en su ropa un reloj que marcaba las 4.53 de la madrugada del 15 de abril de 1912, cuando el “Titanic” se había hundido a las 2.20.
Según Hormaetxea, “eso significa que estuvo a punto de volver a engañar a la muerte, ya que los equipos de rescate a esa hora ya habían llegado”.
“No se sabe si el reloj siguió marchando o si recién a esa hora se sumergió”, dijo a la AFP Jorge Artagaveytia, sobrino nieto de Ramón y quien, pese a nacer 15 años después del naufragio, tiene presente la historia porque su padre administraba la hacienda de Ramón en Argentina.
Lo de “volver a engañar” tiene una explicación: Artagaveytia ya había sufrido un accidente marítimo en un viaje entre Buenos Aires y Montevideo en diciembre de 1871, cuando el buque “América” se incendió y hundió en el Río de la Plata. Solo 65 pasajeros, de los 164 que viajaban en la embarcación, sobrevivieron y Ramón se salvó lanzándose al agua y nadando hasta la costa.
Aquella noche más de 1.500 de los 2.200 pasajeros a bordo murieron cuando el lujoso navío se hundió en su viaje inicial entre Southampton (sur de Inglaterra) y Nueva York tras chocar con un témpano, no lejos de las costas del noreste de Canadá.
Los uruguayos Francisco y José Pedro Carrau, tío y sobrino de 31 y 17 años respectivamente, formaron también parte de la trágica travesía. Habían embarcado en primera clase el 10 de abril en Southampton.
Parte de una familia catalana dedicada a la importación, Francisco era directivo de la empresa Carrau y Cia., que todavía opera en Uruguay. Ambos murieron y sus cuerpos no fueron hallados.
La misma suerte corrió Edgardo Andrew, quien tampoco fue encontrado tras el hundimiento. Hijo de inmigrantes ingleses y nacido en la localidad argentina de Río Cuarto (Córdoba), subió a la nave en Southampton para asistir al casamiento de su hermano poco tiempo después de haber sido enviado a Inglaterra a estudiar, según el diario cordobés La Voz del Interior.
Se embarcó en el Titanic luego de que se suspendiera la salida del “Oceanic”, para el que tenía boleto, pero si quería llegar a tiempo para la boda no tenía otra opción. Apenas tenía 17 años.
Su compatriota Violeta Constanza Jessop, hija de irlandeses, sobrevivió a dos de las tragedias marítimas más importantes del siglo XX, los hundimientos del “Titanic” y del “Britannic”.
Su familia había regresado a Gran Bretaña tras la muerte del padre y su madre tuvo que mantener a la familia trabajando como camarera en compañías navieras. Cuando ella murió, Violeta se hizo cargo de sus ocho hermanos y continuó con el trabajo de su madre,integrándose luego a la tripulación del Titanic.
Violeta fue una de los 705 supervivientes que soportaron horas de frío y angustia hasta ser rescatados por el RMS Carpathia.
Cuatro años después, en noviembre de 1916, mientras trabajaba en el HMHS Britannic en el Mar Egeo, el barco colisionó con una mina marina y comenzó a hundirse. Entonces fue rescatada por un bote salvavidas, según diarios argentinos. Jessop falleció el 5 de mayo de 1971, de una insuficiencia cardiaca.
La historia de Manuel R. Uruchurtu, el único mexicano que viajaba en el transatlántico, mereció también un libro, “El caballero del Titanic“, una novela de la escritora mexicana Guadalupe Loaeza que narra la noche en que, según la sobreviviente estadounidense Elizabeth Rammell, este hombre le salvó la vida cediéndole el lugar en el último bote salvavidas.
Uruchurtu, abogado de 40 años y padre de siete hijos, decidió en 1912, siendo diputado, visitar a un amigo que se había exiliado en París, y de allí se embarcó en el Titanic en el puerto de Cherburgo.
“Mi memoria se acuerda de todo; por eso sé que murieron 1.528 personas, incluyendo la tripulación”, relató Rammell, quien años después contó a la familia de Uruchurtu cómo fue salvada por la bondad de Manuel.
Otra víctima fue el millonario cubano de origen español Servando Ovies Rodríguez, que amasó una fortuna en el negocio de la vestimenta y fue dueño de una tienda famosa en La Habana Vieja, el Palacio de Cristal.
Tenía 36 años al momento del naufragio y viajaba en primera clase tras haber embarcado en Cherburgo, después de visitar a su madre en Asturias (España) y de hacer negocios en Gran Bretaña y Francia.
Se encontraba en París cuando supo que el transatlántico “insumergible” iniciaba su viaje inaugural y se embarcó en él ya que debía ir a Nueva York por negocios. La noticia de su trágica muerte dejó desolada a su esposa, Eva López del Vallado.
“Dicen que mi bisabuela se volvió como loca, gastó toda la fortuna de la familia buscándolo, donde quiera que surgían noticias de inmensos cementerios, allí iba, a ver si encontraba el cuerpo de su esposo”, contó su bisnieta Ivonne López a la revista católica Palabra Nueva en 2010.