Internacional

Tropiezo tras tropiezo, se revela el plan de salida de Estados Unidos

Gobierno de Joe Biden falla en su proceso de evacuación de aliados y ciudadanos americanos por la toma de los talibanes en Afganistán, habiendo un proceso de planeación desde el mes de abril.

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El presidente Joe Biden habla sobre la respuesta de su administración a la situación en Afganistán, en la Sala Roosevelt de la Casa Blanca en Washington el domingo 22 de agosto de 2021. (Stefani Reynolds/The New York Times)

El presidente Joe Biden habla sobre la respuesta de su administración a la situación en Afganistán, en la Sala Roosevelt de la Casa Blanca en Washington el domingo 22 de agosto de 2021. (Stefani Reynolds/The New York Times)

Los principales funcionarios de seguridad nacional de Estados Unidos se reunieron en el Pentágono a primera hora el 24 de abril para planificar la retirada definitiva de los soldados estadounidenses de Afganistán. Habían pasado dos semanas después de que el presidente Joe Biden anunció la salida a pesar de la objeción de sus generales, pero ahora estaban cumpliendo sus órdenes.

En una sala segura del “sótano extremo” del edificio, dos pisos por debajo del nivel del suelo, el secretario de Defensa, Lloyd Austin, y el general Mark Milley, jefe del Estado Mayor Conjunto, se reunieron con altos cargos de la Casa Blanca y funcionarios de inteligencia. El secretario de Estado Antony Blinken se unió por videoconferencia. Tras cuatro horas, dos cosas quedaron claras.

En primer lugar, los funcionarios del Pentágono dijeron que podrían retirar a los 3 mil 500 soldados estadounidenses restantes, casi todos desplegados en el aeródromo de Bagram, llegado el 4 de julio, dos meses antes de la fecha límite fijada por Biden del 11 de septiembre. El plan supondría el cierre del aeródromo que era el centro militar de Estados Unidos en Afganistán, pero los funcionarios del Departamento de Defensa no querían una fuerza menguante y vulnerable, y el riesgo de que los miembros del servicio murieran en una guerra que ha sido declarada perdida.

En segundo lugar, los funcionarios del Departamento de Estado dijeron que mantendrían abierta la Embajada de Estados Unidos, con más de 1400 estadounidenses restantes protegidos por 650 marines y soldados. Una evaluación de los servicios de inteligencia presentada en la reunión estimó que las fuerzas afganas podrían mantener a raya a los talibanes durante uno o dos años. Se habló brevemente de un plan de evacuación de emergencia —helicópteros transportarían a los estadounidenses al aeropuerto civil de Kabul, la capital—, pero nadie planteó, ni mucho menos imaginó, qué haría Estados Unidos si los talibanes se apoderaban del control de acceso a ese aeropuerto, la única vía segura de entrada y salida del país una vez cerrada la base de Bagram.

El plan era bueno, concluyó el grupo.

Cuatro meses después, el plan está en ruinas mientras Biden se esfuerza por explicar cómo una retirada que la mayoría de los estadounidenses apoyaba salió tan mal en su ejecución. El viernes, mientras las escenas de caos y sufrimiento continuos en el aeropuerto se transmitían en todo el mundo, Biden llegó a decir: “No puedo prometer cuál será el resultado final ni puedo garantizar que se realizará sin riesgo de pérdidas”.

Los funcionarios del gobierno de Biden siempre creyeron que tenían el lujo del tiempo. Los mandos militares sobrestimaron la voluntad de las fuerzas afganas de luchar por su propio país y subestimaron hasta qué punto la retirada estadounidense destruiría su confianza. El gobierno de Biden confió demasiado en el presidente afgano Ashraf Ghani, que huyó de Kabul mientras la ciudad caía.

No fue sino hasta las últimas semanas que el gobierno cambió la dirección de su plan original. Para entonces ya era demasiado tarde.

Un mal presentimiento

Cinco días después de la reunión de abril en el Pentágono, Milley dijo a los periodistas en un vuelo de regreso a Washington desde Hawái que los soldados del gobierno afgano estaban “razonablemente bien equipados, razonablemente bien entrenados y razonablemente bien dirigidos”. Se negó a decir si podrían mantenerse sin el apoyo de Estados Unidos.

“Francamente, aún no lo sabemos”, dijo. “Tenemos que esperar y ver qué pasa en el verano”.

Los principales oficiales de inteligencia de Biden hicieron eco de esa incertidumbre, y en privado hablaron de su preocupación por las capacidades de los afganos. Sin embargo, insistieron en predecir que una toma completa de los talibanes no era probable sino hasta dentro de al menos dieciocho meses. En una conversación sobre la información de inteligencia clasificada que se le había presentado a Biden, un alto funcionario de gobierno, dijo que no se sospechaba que los talibanes estuvieran en marcha.

Pero, de hecho, sí lo estaban. En todo Afganistán, los talibanes estaban reuniendo fuerzas metódicamente, amenazando a los líderes tribales de cada comunidad en la que entraban con advertencias de rendirse o morir. Recogieron armas, municiones, voluntarios y dinero mientras asaltaban un pueblo tras otro, una provincia tras otra.

En mayo, lanzaron una gran ofensiva en la provincia de Helmand, en el sur, y en otras seis zonas de Afganistán, como Gazni y Kandahar. En Washington, los grupos de refugiados estaban cada vez más alarmados por lo que ocurría en el terreno y temían las represalias de los talibanes contra miles de traductores, intérpretes y otras personas que habían ayudado en el esfuerzo bélico estadounidense.

Los líderes de los grupos estimaron que hasta 100 mil afganos y familiares eran ahora objetivos de la venganza talibán. El 6 de mayo, representantes de varios de los grupos de refugiados más grandes de Estados Unidos, como Human Rights First, el Proyecto Internacional de Asistencia a los Refugiados, No One Left Behind y el Servicio Luterano de Inmigración y Refugiados, se conectaron a Zoom para realizar una llamada con miembros del Consejo de Seguridad Nacional.

Los grupos suplicaron a los funcionarios de la Casa Blanca que realizaran una evacuación masiva de afganos y los exhortaron a no depender de un programa saturado de visados especiales que podría hacer esperar a los afganos durante meses o años.

El Departamento de Estado aceleró sus esfuerzos para procesar los visados y eliminar el atasco. Los funcionarios revisaron el largo proceso de selección y evaluación, y redujeron el tiempo de trámite, pero solo a menos de un año. Finalmente, emitieron más de 500 visados especiales entre abril y julio, el mayor número en la historia del programa, pero seguía siendo un pequeño porcentaje de la demanda.

Los talibanes continuaron su avance mientras la embajada en Kabul instaba a los estadounidenses a marcharse. El 27 de abril, la embajada había ordenado la salida de casi 3 mil miembros de su personal, y el 15 de mayo, sus funcionarios enviaron la última de una serie de advertencias a los estadounidenses en el país: “La Embajada de Estados Unidos sugiere enfáticamente que los ciudadanos estadounidenses hagan planes para abandonar Afganistán lo antes posible”.

Una tensa reunión con Ghani

El 25 de junio, Ghani se reunió con Biden en la Casa Blanca en lo que se convertiría, en un futuro previsible, en el último encuentro entre el presidente estadounidense y los líderes afganos a los que habían engatusado, embaucado y con los que habían discutido durante más de veinte años.

Cuando las cámaras se encendieron al principio de la reunión, Ghani y Biden expresaron su admiración mutua a pesar de que Ghani estaba enfadado por la decisión de retirar a los soldados estadounidenses. En cuanto los periodistas fueron expulsados de la sala, la tensión resultó evidente.

Ghani, un exfuncionario del Banco Mundial a quien Biden consideraba obstinado y arrogante, tenía tres peticiones, según un funcionario que supo de la conversación. Quería que Estados Unidos fuera “conservador” a la hora de conceder visados de salida a los intérpretes y a otras personas, y “discreto” en cuanto a su salida del país para que no pareciera que Estados Unidos no tenía fe en su gobierno.

También quería acelerar la asistencia en materia de seguridad y conseguir un acuerdo para que el Ejército estadounidense siguiera realizando ataques aéreos y proporcionando vigilancia desde sus aviones y helicópteros para sus soldados que luchan contra los talibanes. Los funcionarios estadounidenses temían que cuanto más se vieran arrastrados al combate directo con el grupo militante, más corrían el riesgo de que sus combatientes trataran como objetivos a los diplomáticos estadounidenses.

Biden aceptó proporcionar apoyo aéreo y no hacer un espectáculo público de las evacuaciones afganas.

El mandatario estadounidense tenía su propia petición para Ghani. Las fuerzas afganas estaban demasiado dispersas, le dijo Biden, y no debían tratar de luchar en todas partes. Repitió el consejo estadounidense de que Ghani consolidara las fuerzas afganas en torno a lugares clave, pero Ghani nunca lo aceptó.

El 8 de julio, casi todas las fuerzas estadounidenses estaban fuera de Afganistán mientras los talibanes seguían avanzando por el país. En un discurso pronunciado ese día desde la Casa Blanca para defender su decisión de marcharse, Biden se vio en un aprieto al tratar de expresar su escepticismo en cuanto a las capacidades de las fuerzas afganas y, al mismo tiempo, tener cuidado de no socavar su gobierno. Después, respondió airadamente a la comparación que hizo un periodista con Vietnam insistiendo en que “no va a haber ninguna circunstancia en la que se vea a gente siendo levantada del techo de una Embajada de Estados Unidos en Afganistán. No es en absoluto comparable”.

Pero cinco días después, casi dos decenas de diplomáticos estadounidenses, todos en la embajada de Kabul, enviaron un memorándum directamente a Blinken a través del canal de “disensión” del Departamento de Estado. El mensaje, del que informó por primera vez The Wall Street Journal, instaba a que los vuelos de evacuación para los afganos comenzaran en dos semanas y que el gobierno actuara más rápido para registrarlos con el fin de que obtuvieran visados.

Al día siguiente, en una medida que ya estaba en marcha, la Casa Blanca bautizó el esfuerzo intensificado como “Operación Refugio de los Aliados”.

A finales de julio, el general Kenneth McKenzie Jr., jefe del Mando Central de Estados Unidos que supervisa todas las operaciones militares de la región, recibió permiso de Austin para ampliar el despliegue del buque de asalto anfibio Iwo Jima en el golfo de Omán, de modo que los marines a bordo pudieran estar lo suficientemente cerca para llegar a Afganistán y evacuar a los estadounidenses. Una semana después, Austin estaba lo suficientemente preocupado como para ordenar que la unidad expedicionaria del buque —casi 2000 marines— desembarcara y esperara en Kuwait para poder llegar rápidamente a Afganistán.

Para el 3 de agosto, los altos funcionarios de seguridad nacional se reunieron en Washington y escucharon una evaluación de inteligencia actualizada: los distritos y las capitales de provincia de todo Afganistán estaban cayendo con rapidez ante los talibanes y el gobierno afgano podría colapsar en “días o semanas”. No era el resultado más probable, pero era cada vez más plausible.

“Estamos ayudando al gobierno para que los talibanes no piensen que esto va a ser pan comido, que pueden conquistar y apoderarse del país”, dijo Zalmay Khalilzad, el principal enviado de Estados Unidos a las conversaciones de paz en Afganistán, el 3 de agosto en el Foro de Seguridad de Aspen. Sin embargo, días después, eso es precisamente lo que ocurrió.

La última fase

Para el 6 de agosto, los mapas del Pentágono mostraban una mancha que se extendía por las zonas bajo control de los talibanes. En algunos lugares, los afganos habían dado batalla, pero en muchos otros, solo se habían rendido.

Ese mismo día, en Washington, el Pentágono revisó las peores posibilidades. Si la seguridad se deterioraba aún más, la planificación —iniciada días después del anuncio de la retirada de Biden en abril— dirigida por Elizabeth Sherwood-Randall, asesora del presidente en materia de seguridad nacional, implicaba la extracción aérea de la mayor parte del personal de la embajada, y de muchos más del país, mientras un pequeño grupo de diplomáticos operaba desde un lugar de respaldo en el aeropuerto.

Para el 11 de agosto, los avances talibanes eran tan alarmantes que Biden preguntó a sus principales asesores de seguridad nacional en la sala de crisis de la Casa Blanca si era el momento de enviar a los marines a Kabul y evacuar la embajada. Pidió una evaluación actualizada de la situación y autorizó el uso de aviones militares para evacuar a los aliados afganos.

De la noche a la mañana en Washington, Kandahar y Gazni estaban cayendo. Los funcionarios de seguridad nacional fueron despertados a las cuatro de la mañana del 12 de agosto para informarles que debían asistir a una reunión urgente horas más tarde con el fin de ofrecer opciones al presidente. Una vez reunidos, Avril Haines, directora de inteligencia nacional, le dijo al grupo que las agencias de inteligencia ya no podían asegurar que podrían proporcionar una alerta adecuada si la capital estaba a punto de ser asediada.

Todos se miraron, dijo uno de los participantes, y llegaron a la misma conclusión: era el momento de salir. Una hora más tarde, Jake Sullivan, asesor de seguridad nacional de Biden, entró al Despacho Oval para comunicar el consenso unánime del grupo de iniciar una evacuación y desplegar a 3000 marines y soldados del ejército en el aeropuerto.

El 14 de agosto, Biden estaba en Camp David para lo que esperaba que fuera el comienzo de unas vacaciones de diez días. En lugar de eso, pasó gran parte del día en nefastas videoconferencias con sus principales ayudantes.

En una de las llamadas, Austin instó a que todo el personal que quedaba en la embajada de Kabul se trasladara inmediatamente al aeropuerto.

Fue un giro sorprendente respecto a lo que Ned Price, el portavoz del Departamento de Estado, había dicho dos días antes: “La embajada sigue abierta y planeamos continuar nuestra labor diplomática en Afganistán”. Ross Wilson, embajador en funciones de Estados Unidos en Afganistán, quien estaba participando en la llamada, dijo que el personal aún necesitaba 72 horas para irse.

“Tienen que moverse ahora”, respondió Austin.

Blinken habló por teléfono con Ghani ese mismo día. El presidente afgano se mostró desafiante, según un funcionario que supo de la conversación, e insistió en que defendería Afganistán hasta el final. No le dijo a Blinken que ya estaba planeando huir de su país, algo que los funcionarios estadounidenses supieron por primera vez al leer las noticias.

Más tarde ese mismo día, la Embajada de Estados Unidos en Afganistán envió un mensaje en el que decía que les pagaría a los ciudadanos estadounidenses para que salieran del país, pero advertía que, aunque había informes de que los vuelos comerciales internacionales seguían operando desde Kabul, “puede que no haya asientos disponibles”.

El 15 de agosto, Ghani se había ido. Su salida —acabaría apareciendo días después en los Emiratos Árabes Unidos— y las escenas de celebración de los talibanes en su palacio presidencial documentaron el colapso del gobierno.

Muchos estadounidenses y afganos no pudieron llegar al aeropuerto, pues los combatientes talibanes establecieron puestos de control en las carreteras de la ciudad y golpearon a algunas personas, lo que dejó a los altos funcionarios del FBI preocupados por la posibilidad de que los talibanes o las bandas de delincuentes secuestraran a los estadounidenses, un resultado de pesadilla ahora que el Ejército estadounidense ya no está en el país.

Mientras Biden hacía planes la noche del 15 de agosto para dirigirse a los estadounidenses al día siguiente con el fin de hablar de la situación, bajaron la bandera estadounidense en la embajada abandonada. La Zona Verde, antes el núcleo de la iniciativa estadounidense para rehacer el país, volvía a ser territorio talibán.