Esa movilización fue el argumento de peso que empleó el Ejército para derrocar al mandatario el 3 de julio de 2013 e impulsar una nueva transición.
Mientras se extendía entre la población la expresión de “Revolución del 30 de junio” , entendiéndola como una enmienda a la del 25 de enero de 2011, que destronó a Hosni Mubarak, los islamistas no han dejado de denunciar un golpe de Estado contra el primer presidente del país elegido democráticamente.
Pese a las condenas internacionales, a las autoridades egipcias no les tembló la mano para desalojar a la fuerza las acampadas de los seguidores de Mursi en agosto pasado, causando cientos de muertos, ni para perseguir a miembros y líderes de los Hermanos por terrorismo.
La cúpula de la cofradía, con Mursi y el guía espiritual Mohamed Badía a la cabeza, está encarcelada y procesada en varios juicios por instigar a la violencia o espionaje.
Polémicas decisiones judiciales han sido también las condenas de muerte contra islamistas -entre ellos Badía- por actos de violencia y las penas de cárcel para jóvenes opositores revolucionarios y periodistas del canal catarí Al Yazira.
Egipto mantiene sin reparos que estas acciones forman parte de sus asuntos internos y ha seguido adelante con el plan impuesto por los militares.
En esta nueva fase, Egipto ha seguido ese mismo camino confiando en el Ejército y otros poderes fácticos del Estado, aunque eso suponga también retomar antiguas prácticas del régimen de Mubarak y esquivar los aires de cambio.