El caracol de la historia
“En la última semana beatificamos a un papa, casamos a un príncipe, hicimos una cruzada y matamos a un moro. Bienvenidos a la Edad Media”. Esta fue la síntesis que me enviara un amigo sobre lo sucedido entre la semana final de abril y los primeros días de mayo de este año de 2011, cuando se beatificó a Juan Pablo II, se casaron el príncipe de Inglaterra y Kate Middleton, se lanzó una ofensiva en Pakistán buscando a Bin Laden, hasta asesinarlo. Diez siglos de medioevo se habían concentrado en apenas pocos días del postmodernísimo siglo XXI.
El caracol de la historia ha puesto a la humanidad a dar vueltas circulares, pero la forma caracolada nunca permite que una línea regrese al mismo sitio. Y si bien puede ser muy parecido el lugar al cual se regresa, jamás será idéntico; el río nunca será el mismo, dijo Heráclito. Así que aunque haya prácticas, actores y formas que nos recuerden el pasado, este jamás regresa de la misma manera; o peor o mejor, o simplemente distinto, nunca igual.
Lo que sucedió en mayo y abril llegó, ya no a un mundo donde unos pocos escribanos y copistas tenían acceso al conocimiento en monasterios medievales, sino a un mundo tecnificado, informado, a un mundo de las comunicaciones y el conocimiento, donde las cosas pasan a una velocidad que nos rebasa y nos impiden marcar fronteras claras entre un lapso de tiempo y el siguiente. Habrá que volver a revisar el concepto del tiempo, medular para todas las culturas, porque definitivamente nuestra percepción sobre el tiempo ha cambiado.
¿Propósitos de un año a otro? ¿Cómo ser una persona a las 23.55 y otra distinta cinco minutos después de la medianoche? Vivimos apenas la ilusión, porque cambiar y resignificarse no está marcado por la fecha de ningún calendario, sino por la propia historia de vida y por múltiples factores sobre los cuales ni siquiera tenemos a veces control, pero que nos compelen a movernos en distintas direcciones. Cambiar, cerrar círculos, movernos en algún sentido, hacer lo que no hicimos antes, implica dejar atrás lo que ya no nos sirve para caminar y podemos modificar, pero también significa asumir nuevas responsabilidades. Y eso a veces da miedo o implica esfuerzo. Por eso tantas personas soñamos, deseamos, prometemos y nos prometemos, iniciamos procesos, para luego dejarlos caer.
Como colectivo, Guatemala tiene derecho a cambios profundos, porque también aquí tuvimos nuestra dosis de Edad Media en el 2011. Este año vimos resurgir prácticas feudales en la región del Polochic; allí se cruzaron todas las coordenadas del despojo. Del gobierno de Berger llegaron los coletazos de la corrupción entre una entidad financiera regional, la clase gobernante y el capital, para levantar enormes hogueras que dejaron sin vivienda a cientos de personas, mientras las fuerzas del Estado actuaban como verdugo. Como en aquella época oscurantista, una cuarta parte de nuestra población sigue sumida en el analfabetismo y muchos más carecen de agua entubada en sus viviendas, sin contar con que solo una de cada 10 personas es alfabeta digital y ha usado alguna vez una computadora en este país. Del fetocidio de la guerra al femicidio actual llegamos por el puente de la impunidad, hasta caer en el caso de Cristina Siekavizza, y aún tenemos personas de corte tan oscurantista que piensan que se comete más delito al volar un puente que al masacrar una comunidad.
Con todo, ya no somos los mismos. Muchas mujeres y hombres de este país creemos que nos merecemos algo distinto, que tenemos el derecho de una Guatemala que le haga honor a sus cielos de fin de año, a sus selvas, a sus volcanes, a su Sierra Madre, a sus ríos y a sus lagos. Ya no queremos seguir siendo un país naturalmente bello y socialmente obsceno. No importa que no lleguemos a verlo, porque quienes lo soñamos cuando lo soñamos que es HOY, ya lo hemos visto.