CABLE A TIERRA
A los muertos de nuestra vida
Recuperarse de la muerte de un ser querido es uno de los procesos más difíciles con los que debe enfrentarse una persona. Sabemos que la muerte es parte de la vida y, a pesar de ello, siempre estamos poco preparados para su impacto. Toma tiempo recuperarse. Para unos más, para otros menos, depende mucho de la actitud que se tiene ante la muerte, de las circunstancias en que el fallecimiento del ser querido ocurrió, de las costumbres y cultura, de las redes de apoyo con las que se cuenta, y también de los impactos inmediatos y mediatos que esa muerte representó para quien se queda viviendo el duelo y la pérdida.
Algunos impactos son emocionales y espirituales; otros también tienen alcance material y pueden llegar a transformar radicalmente la vida de quienes le sobreviven. Sin duda, todos hemos pensado al menos en una ocasión que podíamos anticipar y/o planificar exactamente cómo habría de suceder nuestra vida. Y cuando esta prospectiva falla por el fallecimiento de una persona, puede pasar que ese futuro imaginado se altere radicalmente. El dolor se vuelve aún más intenso y prolongado, pues a la pérdida del ser querido se suma el desmoronamiento de la idea de futuro que se había pensado y la incertidumbre del nuevo presente. Algo así fue para mí la muerte de mi padre, hace ya 40 años.
Hay fallecimientos “esperados”, en el sentido, por ejemplo, de un adulto mayor que por su avanzada edad o por una enfermedad terminal sabemos que está por completar su ciclo de vida. De alguna manera, esa pérdida se hace un poco más comprensible, especialmente si hicimos todo lo que estuvo a nuestro alcance para manifestar a esa persona “en vida” nuestro afecto, nuestro cuidado, y se le ofreció toda la posibilidad a nuestro alcance para superar su dolencia. Eso no quita que duela mucho la pérdida, por supuesto. Como cuando murió mi abuelita Güichita o mi tío Carlos o mi querido Edelberto.
' Nuestros muertos nos acompañan para siempre.
Karin Slowing
Las más duras son las muertes inesperadas; más si pasan en la juventud, como mi amiga O, o a mi amigo H, que perdió a su hija en un terrible accidente. También pasa en edades posteriores, pero donde la probabilidad estadística sugería que el fin de la vida aún no estaba cerca (a eso se refiere, en palabras coloquiales, el indicador de “esperanza de vida”). De estas últimas he tenido demasiadas recientemente, como Ana María, y luego, Román.
La vida se descuadra demasiado: el dolor, el sentido de culpa, la impotencia se apropian de todo. La “habitación propia”, nuestro mundo interior, se torna oscuro y a ratos es como un laberinto del cual pareciera que nunca se va a salir. Algo que he aprendido es que lo peor que se puede hacer es negar el dolor. Hay que vivir el duelo en sus distintas etapas si es que se quiere volver a ver la luz al final del túnel. El duelo es indispensable para procesar la pérdida, y para transfigurar el dolor en la dulce remembranza de lo compartido con esa persona que se nos adelantó en ese rumbo inevitable que todos llevamos. Es el tiempo que necesitamos para convertir el dolor en un legado que honra tanto al que se fue como a quien todavía se queda, y para que podamos seguir siendo útiles a nuestras familias y a la sociedad.
En el sentido colectivo, tal vez por eso el 1 y 2 de noviembre son tan importantes en nuestras culturas; pausa para reafirmar que el hilo de la vida se forja con las personas y momentos se anudan entre sí y nos hacen quienes somos, aunque ya no estén. De cuando en cuando también nos encontramos con ellos en sueños y volvemos a platicar y a sonreír. Así sabemos que allí van, con nosotros; que los muertos de nuestras vidas nos acompañan para siempre.
Gracias por mi rosa blanca.