CABLE A TIERRA

A nuestros difuntos

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Octubre siempre ha sido un mes especial. Prácticamente todos mis ancestros inmediatos nacieron en este mes, así que lo asocio con celebraciones que culminaban el día 31 con el cumpleaños de mi abuela materna, la pedida de dulces del “Halloween”, que cuando yo era niña, era algo divertido y carecía de las horribles connotaciones que ahora le impone el sectarismo fanático. El cumpleaños ocurría en medio de la preparación de las torrejas y la expectativa del almuerzo familiar del clan el 1 de noviembre, para degustar del delicioso fiambre preparado por mi tía. Ahora, que el tiempo y la vida han pasado, y la mayor parte de mis ancestros ya no están, octubre se volvió más un mes de remembranza. Pensé en los amigos que, como Ana María Moreno y Fernando Valdez, ya no están con nosotros; en los almuerzos de fiambre que compartí con ella y Edelberto; y en toda la gente alrededor mío que he escuchado sufrir porque perdieron a un ser querido.

' La especie humana no ignora a sus muertos, pero le cuesta honrar y tratar justamente a sus congéneres que están vivos.

Karin Slowing

Ese sentimiento de recordar a los propios se amplió este año de manera apabullante por saber que miles de familias guatemaltecas han perdido por lo menos a una persona (si no es que más) durante la pandemia. Oficialmente, los fallecidos superaron ya los 15 mil, pero en realidad son muchos más. Lo peor es saber que de los 15 mil, 8,446 fallecieron este año, luego de que iniciara oficialmente la vacunación en el país, el pasado mes de febrero. No, no murieron por la vacuna; muchos murieron más bien, por falta de acceso oportuno a ella, o por una red hospitalaria colapsada, sin recursos supletorios y suficientes para atender una demanda desbordada. Los mató el déficit histórico en que se mantiene al sistema público de salud, y la precariedad de la respuesta concreta a la actual situación. Esta es la tragedia que más pesa, la que más duele, porque muchas de esas muertes pudieron evitarse.

A nivel global pasa similar: Con el número de dosis de vacuna que ya fueron administradas (7,100 millones), si se hubieran aplicado equitativamente a toda la población mundial (7.8 mil millones), prácticamente todos los habitantes del planeta podríamos tener ya al menos una dosis y con ello, comenzar a ver la luz al final del túnel. Pero no. En la especie no prima el sentido de solidaridad y responsabilidad mutua entre humanos, sino la geopolítica, el poder y la ganancia. Situación que se replica a escala nacional.

Por eso, los muertos por la pandemia son muchos, muchos más de 15 mil. Rondan ya los 40 mil, pues la estadística ministerial no recoge a todos aquellos que murieron sin tener una prueba positiva para la covid-19, a sabiendas de que la oferta de testeo no fue equitativa. En esa cifra faltan también todos aquellos que fallecieron por otras causas. Si, los pacientes con diabetes, hipertensión y otros problemas crónicos también presentaron exceso de mortalidad durante este período.

¿Y qué decir de los costos sociales y económicos que están pagando los hogares y que la precariedad estadística en que estamos no alcanza a nombrar? No es solo el dolor por los difuntos. Están los niños y niñas que quedaron huérfanas, las familias rotas y que perdieron al proveedor principal de ingresos; las niñas violadas y con un embarazo resultante, las mujeres violentadas, las familias con hambre; los que perdieron sus medios de vida, o su empleo o pequeño emprendimiento y no tienen quien los apoye para comenzar de nuevo.

Días como estos constatamos que la especie humana no ignora a sus muertos: los entierra, los honra, los recuerda. Tristemente, lo que le cuesta es honrar y tratar justamente a los que están vivos; asegurarles una vida plena acá en la Tierra. Es este nuestro siguiente desafío evolutivo.

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