Pluma invitada
Cómo las mujeres Windsor se convirtieron en escudos humanos
En ocasiones, los príncipes pueden ser convertidos en sapos, pero las princesas siempre parecen terminar como villanas o chivos expiatorios.
Había una vez un joven y apuesto príncipe que examinó a todas las encantadoras, inteligentes y bondadosas damas de la nación y, de todas ellas, escogió a su prometida.
¿Por qué las mujeres de la casa Windsor reciben con tanta frecuencia este tipo de tratamiento?
La nueva incorporación a la familia fue un deleite, una belleza, un soplo de aire fresco. La joven mujer disfrutó de un breve periodo de luna de miel en el que todos la adoraban. Entonces, algo cambió. Quizás se atrevió a expresar un deseo o dejó escapar una opinión. Quizás apareció en público luciendo no tan perfecta o rompió con la tradición y se negó a aparecer en público del todo, o tal vez fue simplemente una cuestión de que todo lo que sube debe bajar.
Sea cual sea la razón, a la chica de oro se le dio drásticamente un nuevo papel de cazafortunas. O de grosera, ordinaria, cruel, manipuladora, fea o gorda. La enfrentaron contra las otras mujeres de su círculo y de su generación.
En ocasiones, los príncipes pueden ser convertidos en sapos, pero las princesas siempre parecen terminar como villanas o chivos expiatorios, y utilizadas para desviar las controversias o las críticas si su marido así lo requiere.
Le sucedió a Diana Spencer, a Sarah Ferguson, a Camilla Parker Bowles, antes de ser la reina Camila. Le pasó a Meghan Markle, cuyos juicios fueron empeorados por el racismo. A su manera, le sucedió a Wallis Simpson. Le pasó a Kate Middleton: cuando ella y el príncipe Guillermo estaban saliendo, pero aún no estaban comprometidos, Middleton fue retratada como una astuta escaladora social y llamada “Waity Katie (“Katie, la que espera”)”. Tras casarse, parecía que Catalina podría convertirse en la excepción que confirma la regla, la única y privilegiada esposa Windsor a la que se le permitía flotar por encima de la refriega.
Pero ahora, Catalina, princesa de Gales, ha ocupado el lugar donde termina toda mujer real y adyacente a la realeza: en el banquillo de los acusados.
Como seguramente sabrás, a menos que hayas estado debajo de una roca con las manos sobre los ojos, el palacio publicó recientemente una fotografía de Catalina sonriendo junto a sus tres adorables hijos: uno de los primeros vistazos que el público había tenido de ella desde antes de enero, cuando se anunció que se estaba recuperando de una cirugía abdominal prevista y que no retomaría sus funciones públicas sino hasta después de Semana Santa.
Internet no tardó más de un minuto en darse cuenta de que la foto había sido retocada, y nos pidieron que creyéramos que Catalina había sido la única responsable de retocar la foto (mal) en Photoshop. La observadora real Daniela Elser la calificó de “generadora de caos” y de ser una “figura global de humillación y burla”. “Los vistos buenos reales”, escribió, “ahora serán puestos en duda por muchos años futuros”. (Esto, debemos entender, se debe únicamente a que Catalina retocó una fotografía de sus hijos para Instagram. El historial de comunicaciones del palacio era, por supuesto, irreprochable.)
¿Por qué las mujeres de la casa Windsor reciben con tanta frecuencia este tipo de tratamiento? Comencemos con el hecho de que la realeza en realidad no gobierna Britania ni ninguna otra cosa. Pensemos en ellos como una empresa familiar que solo produce bebés y el argumento para que los contribuyentes británicos los mantengan. Los miembros de la realeza y sus cónyuges tienen que demostrar, diariamente, que la monarquía está dando a los contribuyentes valor por su dinero; que los reyes, reinas, señores y damas son símbolos útiles, avatares del carácter de la nación; que son honestos, firmes y genuinos.
En este sistema, el monarca es el más importante. Los familiares varones son herederos o repuestos. Históricamente, las mujeres han fungido como una combinación de yeguas de cría y maniquíes. Su trabajo es mantenerse delgadas, hablar poco, lucir bien la ropa y producir herederos que se mantengan delgados, hablen poco y luzcan bien la ropa. (Se dice que el príncipe Felipe aprobó la entrada de Diana a la familia porque “le aportaría algo de altura a la descendencia”.)
Cuando algo amenaza la reputación de un Windsor masculino de mayor rango, las mujeres tienen otro rol esencial: el de escudo humano.
¿Abdicó el rey Eduardo VIII y se fue a Francia para estar con Wallis Simpson? Asegurémonos de culpar a la divorciada estadounidense.
¿El príncipe Carlos tiene una amante? Culpemos a su madre por no permitir que su hijo se casara con su verdadero amor; culpemos a su esposa por no mantenerlo fiel. Ah, y digamos que la amante en cuestión es fea.
¿El príncipe Enrique se negó a cumplir con sus deberes familiares y se mudó a la soleada California? ¡Culpemos a su “narcisista” esposa por hechizarlo!
Y quizás todos deberían haber prestado más atención a la amistad del príncipe Andrés con Jeffrey Epstein, en lugar de el peso de su esposa.
Si bien Meghan y Enrique, como Diana antes que ellos, ahora son libres de conceder entrevistas y autorizar la publicación de libros, Catalina no puede defenderse. En cambio, está atrapada soportando silenciosamente su propio “annus horribilis”.
Su reticencia sobre su salud, su aparente falta de voluntad para compartir detalles de su dolencia o fotografías de su recuperación, se ha contrastado —de manera desfavorable— con la franqueza del rey Carlos III sobre su cáncer.
Cuando intentó darle a la gente lo que querían —una prueba de vida, a través de una imagen pulida de una familia feliz— y le salió el tiro por la culata, eso también fue útil. Tal vez su “mea culpa” pretendía hacernos ver a Guillermo como un hombre digno de confianza y un estadista en comparación; un marido leal, que cuida firmemente a los niños mientras la princesa juega con el Photoshop, y no como bien podrían imaginarlo los lectores de las memorias de Enrique: un hermano impulsivo que empuja, rompe collares y es peligroso para los tazones de comida de perro.
Mientras los detectives de internet analizan minuciosamente las más recientes imágenes granuladas de los tabloides británicos, que parecen mostrar al príncipe y a la princesa en una tienda de productos agrícolas, Catalina ha mantenido el silencio que es prácticamente parte de sus funciones.
La regla es nunca quejarse, nunca dar explicaciones y –si la situación llega a ser abrumadora– nunca buscar ayuda. Diana, que sufría de bulimia, contó que la familia la había desestimado como “inestable”. Meghan ha dicho que quería recibir ayuda profesional, pero “me dijeron que no podía, que no sería bueno para la institución”. Se espera que las mujeres de la realeza se aguanten y sigan viviendo, con joyas prestadas en los dedos y una diana en sus espaldas.
Quizás haya un final feliz para este desastre real. Tal vez los acontecimientos recientes quiebren, de una vez por todas, el mito del príncipe azul y el final feliz que traerá. Tal vez dentro de 10 años una generación de chicas adolescentes no tarareará “Algún día, mi príncipe vendrá” ni soñarán con que el príncipe Jorge las corteje. Tal vez no le pidamos a otra Diana, Meghan o Catalina que cambie su opinión y su albedrío por un bonito guardarropa, una boda televisada y toda una vida de cortes de listón y sonrisas silenciosas.
Como nos dicen los cuentos de hadas (de los hermanos Grimm, no los de Disney), nada es gratis nunca. La factura siempre vence. Y, para las no tan alegres esposas de la casa Windsor, el precio siempre ha sido demasiado alto.
©2024 The New York Times Company