Desde la época de las cavernas, el hombre expresó gráficamente las imágenes del diario vivir que le impactaron, fueran estas escenas de la naturaleza, caza o guerra, dando origen, sin proponérselo, al arte.

Más adelante, ya sedentario, viviendo en centros urbanos y por lo tanto con organización social, surgieron las civilizaciones en las que hubo división del trabajo; aparecieron los artistas que empezaron a registrar los hechos históricos, personajes y tradiciones, creando así, el germen de la identidad cultural.

De las culturas del medio oriente subsisten importantes monumentos, sean estos arquitectónicos, escultóricos, cerámicos o escritos. De esas, pasando por Grecia y Roma, la cultura occidental llegó al cristianismo con sus etapas paleocristiana, bizantina, románica, gótica, renacentista, barroca. Con la República vinieron algunos neos, la moderna y contemporánea hasta nuestros días, que conocemos por el legado de pensadores, científicos, historiadores y artistas.

La verdad histórica no existe químicamente pura, pues lo conocido fue registrado, pintado o esculpido a petición de quienes ostentaron el poder. Hoy, los historiadores tienen una definida y clara conciencia por conocer la verdad a la luz del análisis de los registros documentales existentes, de los que se hace análisis crítico, sacando a luz información que se sabe fue manipulada, tergiversada o simplemente negada.

De la obra artística, más allá del estricto retrato de personajes históricos, es fácil deducir que cuando se trata de representar hechos, mitos, tradiciones o imágenes de dioses y héroes, se ofrece imágenes figurativas que el artista forja en función de descripciones, personalidad y características idealizadas que le permiten dar cuerpo y rasgos físicos a su representación; eso lo atestiguan los monumentos creados a lo largo de las civilizaciones.

El objeto de ese trabajo es rendir homenaje a quien haya destacado en su comunidad, perpetuando su recuerdo como un ejemplo a ser imitado. Desde luego, los hay de quienes no lo merecen ni son ejemplares, que tarde o temprano el pueblo se encarga de derribar. En términos generales, la idea de erigir un monumento es esencialmente para inmortalizar el recuerdo de quien lo vale por su actuar cívico, cultural, científico o social; es decir, reconocer públicamente su calidad de héroe, en el más amplio sentido del término.

De la cultura maya heredamos las estelas que conmemoran acciones puntuales de dioses o reyes, con descripción y fecha. Del período colonial está la gran producción de escultura religiosa, en particular, que sirvió para adoctrinar al pueblo en la nueva fe. Como República se produjeron monumentos ecuestres traídos de Francia para presidentes, usualmente militares. De la época moderna sobresale la exaltación a la Revolución de Octubre de 1944, particularmente en las Escuelas Tipo Federación, con el invaluable aporte del maestro Rodolfo Galeotti Torres.

Destaca el monumento de la escuela en Pamplona, en Ciudad de Guatemala, dedicado a los tres sectores que contribuyeron al éxito de la gesta, representados por el estudiante, el soldado y el obrero. El monumento simboliza en plenitud, lo que aquel movimiento fue y significó para la nación.

Más adelante, en 1960, se emitió un acuerdo gubernativo declarando el 20 de febrero Día de Tecún Umán, estableciéndose que debía erigirse monumentos al héroe nacional en las cabeceras departamentales.

El maestro Roberto González Goyri, en un concurso de oposición en 1963, ganó el diseño del monumento para la Ciudad de Guatemala, que muestra al guerrero en la postura hierática del que mide a su oponente desde un punto privilegiado por la altura y la distancia, a la espera del momento para entrar en combate.