PLUMA INVITADA

El verdadero costo de una camiseta de 12 dólares

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Resulta que la moda es el verdadero opio de las masas. En todo el país, mientras la inflación mermaba la riqueza de la clase media, los consumidores estadounidenses se contentaban con un premio de consolación: la ropa es baratísima. En 1993, se podía comprar una camiseta por 13 dólares y llenar un tanque de gasolina mediano por casi lo mismo. Hoy, llenar el tanque costaría más del triple. ¿Y la camiseta? 12,74 dólares.

' El chivo expiatorio más evidente de las miserables condiciones laborales de muchos trabajadores de la confección es la moda rápida.

E. Benjamin Skinner

Conocemos el costo humano de este beneficio. Un día sofocante en Bangladés, hace 10 años, los trabajadores del complejo de fábricas de costura Rana Plaza alertaron de la existencia de grietas en el edificio. Se les amenazó con no pagarles el sueldo de un mes si se quedaban en casa. El derrumbe del edificio al día siguiente causó 1134 muertos y más de 2500 heridos.

Un acuerdo posterior, y jurídicamente vinculante, entre los sindicatos y (aún demasiado pocas) marcas mejoró la seguridad de los edificios en Bangladés. Sin embargo, aunque se atendió ese problema, hoy se presta aún menos atención al bienestar de las personas que trabajan en la industria. En la última década, las voces de los más de 75 millones de trabajadores vulnerables de la industria textil y de la confección se han ido devaluando, al igual que los productos que fabrican.

No siempre fue así. Desde la Revolución Industrial hasta el final de la Guerra Fría, la industria del vestido era el motor de desarrollo humano más importante del mundo. En la Mánchester de mediados del siglo XIX, el comercio textil propició saltos tecnológicos que condujeron a salarios más altos y precios más bajos para los bienes de consumo.

Al terminar ese siglo, los judíos de Europa oriental y otros inmigrantes convirtieron el distrito del vestido del Lower East Side no solo en un generador de riqueza, sino en la vanguardia de un movimiento nacional por los derechos de los trabajadores. En la década de 1960, la industria coreana de la confección sustentó la recuperación de la posguerra, que luego se expandió a otros países asiáticos. Tras las reformas económicas de Deng Xiaoping, la industria del vestido de China ayudó a desencadenar un crecimiento económico que contribuyó a uno de los mayores éxodos de la humanidad de la pobreza absoluta. La industria textil ha servido de vía de escape del trabajo agrícola de subsistencia para miles de millones de personas.

Hoy, ese motor está estancado en la primera velocidad. El trabajador promedio de esta industria gana apenas la mitad de lo que necesita para tener un nivel de vida decente. El salario mínimo mensual de un trabajador de la confección bangladesí es equivalentea 75 dólares, lo cual significa que un trabajador puede ganar menos de 3 dólares al día. A la mayoría no les alcanza para comprar productos básicos como la carne.

El chivo expiatorio más evidente de las miserables condiciones laborales de muchos trabajadores de la confección es la moda rápida, un modelo de negocio popularizado por gente como el fundador de Zara, Amancio Ortega, ( que ocupa el número 14 en la lista de multimillonarios deForbes/a>) que sigue las tendencias de las pasarelas con una producción rápida. Pero estas empresas (como Shein, con sus precios increíblemente bajos y sus opacas cadenas de suministro) son síntomas, no la causa.

Un agravante son los actuales hábitos de compra de la generación milénial. Los milénials, la primera generación moderna estadounidense que llega a los 30 años en peor situación económica que sus padres, alcanzaron la mayoría de edad durante la Gran Recesión, azotados por la deuda estudiantil. La inflación ha hecho que la vivienda, la energía, los alimentos —todo lo básico para vivir— estén fuera del alcance de muchos. Como resultado, muchos de los estadounidenses más jóvenes aún no están poniendo sus billeteras donde están sus valores.

Esa presión a la baja, combinada con la disminución de la mano de obra, significa que la industria del vestido, valorada en 1,5 billones de dólares, ha caído en un abuso generalizado que no habría parecido fuera de lugar en los primeros años de la industrialización. En 2022, la Oficina de Aduanas y Protección Fronteriza de Estados Unidos, en cumplimiento de un mandato legislativo para impedir que mercancías fabricadas con trabajo forzoso entren a los mercados estadounidenses, confiscó productos por un valor de 816,5 millones de dólares —un aumento de los 55 millones de dólares en 2020— que incluían prendas de vestir. Transparentem, el grupo sin fines de lucro dedicado a la investigación que yo fundé, ha expuesto una gran cantidad de abusos en las cadenas de suministro de decenas de empresas, que incluyen el trabajo forzoso, el trabajo infantil y los ambientes laborales altamente contaminados.

En Malasia y otros países productores de ropa que investigamos, los trabajadores describieron ser rehenes de la misma trampa: servidumbre por deudas adquiridas por pagar comisiones exorbitantes de contratación a reclutadores sin escrúpulos.

La industria del vestido padece de lo que los economistas denominan un “problema de agencia”. Las marcas dependen de auditores para detectar infracciones en las fábricas, pero a menudo les exigen que paguen sus propias auditorías. Como era de esperarse, la auditoría suele ser breve, poco confiable y, como Transparentem descubrió en la mayoría de las fábricas auditadas que investigamos, fácil de manipular. Los proveedores, que ya operan con márgenes muy estrechos, no pueden permitirse perder clientes. Tampoco pueden hacerlo los auditores, que a menudo muestran poco interés en escudriñar a sus clientes hasta ponerlos incómodos.

Los consumidores jóvenes, que tienden a ser progresistas y escépticos ante la sabiduría recibida, son la mayor esperanza de cambio para el mundo. Les preocupa el consumo moral y lo consideran una cuestión de identidad propia. En 2015, el 73 por ciento de los milénials del mundo afirmó que pagaría más por productos sustentables. Esa cifra podría aumentar todavía más a medida que los ingresos de este segmento de la población sigan aumentando. Millones de usuarios de sitios como Poshmark y Depop (sitios web especializados en ayudar a los usuarios a comprar y vender ropa usada) son milénials y miembros de la generación Z, muchos de los cuales buscan una forma de evitar por completo el consumo primario de moda rápida.

Muchos consumidores jóvenes también están obsesionados con la verdad y no aceptan el superficial “lavado ecológico” de algunas marcas ni sus endebles afirmaciones de producción ética. Y no deberían. Hasta la fecha, muy pocas empresas (Patagonia es una rara excepción) intentan siquiera ser suficientemente transparentes sobre las verdaderas condiciones de trabajo en sus cadenas de suministro. Aunque los consumidores jóvenes pagarían más por productos sustentables, las marcas carecen de la transparencia necesaria para concretar esta promesa.

Esto supone una oportunidad. Sabemos que los consumidores jóvenes están dispuestos a pagar más por ropa hecha por trabajadores cuyas voces pueden ser escuchadas. Y todos necesitamos saber que esos trabajadores están bien. Un primer paso urgente: las empresas del sector deberían publicar auditorías de cumplimiento social completas y detalladas, que se propongan evaluar las condiciones de trabajo, en todas las fábricas a lo largo de la cadena de producción. Esta divulgación permitiría a los inversionistas, a otras marcas, a los consumidores, a los activistas, a los sindicatos y, sobre todo, a los propios trabajadores, auditar a los auditores y, poco a poco, formar parte de una supervisión más inclusiva.

Un segundo paso: todas las empresas de ropa y calzado deben firmar el Compromiso de contratación responsable. Sus firmantes se comprometen a garantizar que ningún trabajador de sus proveedores pague a un intermediario por su trabajo (un sistema que a menudo conduce al trabajo forzoso) y a garantizar que todos los trabajadores puedan conservar sus documentos de viaje y mantener su libertad de movimiento. También dice que los trabajadores inmigrantes deben ser informados, en su propio idioma, de las verdaderas condiciones de empleo antes de abandonar su país de origen.

Una verdadera transparencia puede significar que las empresas tengan que invertir más para escuchar y responder a las personas que confeccionan sus prendas. Quizás a los consumidores esa camiseta les cueste más de 12,74 dólares. Pero para millones de trabajadores que son despojados de su libertad y seguridad cada día, el precio de trabajar en la oscuridad ya es demasiado alto.

 

*©2023 The New York Times Company

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