ALEPH

“¡El violador eres tú!”

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Millones de mujeres, en una acción global, se han hecho escuchar durante varias semanas con la frase que encabeza este artículo. Olvidemos el argumento simplista de que la frase alude a todos los hombres por malos y violadores, poniendo en el otro extremo a todas las mujeres como víctimas. Toda generalización es una trivialización y no nos gustan las generalizaciones que se quedan en la superficie. Ese debate ya fue superado en muchas partes del mundo.

' Pero pasa y deja huella: se llama cultura de violación.

Carolina Escobar Sarti

Lo que sí podemos decir es que la frase alude a un sistema patriarcal (machista, en su versión latinoamericana), que ya Claude Levi Strauss definió muy bien. Un sistema que prueba, con suficientes cifras y evidencias (así como con las excepciones que confirman toda regla), que —históricamente— las violaciones que viven millones de niñas, niños, adolescentes y mujeres en todo el mundo las cometen casi siempre hombres. Los cuerpos violados, hambreados, golpeados, explotados o excluidos son la parte que afirma este sistema. Esto es lo que ya no se quiere callar.

Hay cuatro engranajes que sostienen un orden patriarcal: las normas que lo definen; las instituciones donde se hace cumplir; las personas que lo reproducen ideológicamente y con acciones; y los silencios cómplices frente a los abusos de poder que ese orden contiene. Entre más cerca se está de los estamentos del poder, mayor el silencio. Las normas que lo definen son las que están contenidas en las Constituciones y Biblias que cada grupo humano adopta como propias. Y desde la institución de la familia hasta las instituciones religiosas, académicas, militares, políticas, económicas, culturales o sociales, todas trabajan en un marco que por más de 25 siglos ha preservado ese orden. Hay personas en las instituciones, hombres y mujeres, que se encargan de formar a cada generación para que el sistema preserve sus propios límites y reproduzca ciertos imaginarios. El mecanismo de la culpa es la guinda perfecta del pastel patriarcal y todo lo que queda fuera de este orden es diferencia y herejía. Pero esto ya lo sabíamos.

Sabíamos que Rosa Parks fue una hereje, hace apenas 64 años, por atreverse a ocupar un espacio reservado para la gente blanca; sabíamos que las “brujas” fueron quemadas por la inquisición y que Galileo Galilei fue un hereje atacado con todas las armas teológicas del siglo XVI por su famoso Eppur si muove, y todo lo que significaba; sabíamos que en la historia política de nuestros países las mujeres fueron consideradas herejes por exigir el sufragio femenino, hace apenas cien años en EE. UU. y 74 años en Guatemala (solo para las alfabetas). Así ha avanzado la humanidad, a puros empujones de herejes que, en cada campo y cada época, se han atrevido a decir o hacer algo que los demás callan, ignoran o hacen como que no ven.

Hablando con una buena amiga, terapeuta —en su propio país— de niñas, niños y adolescentes (NNA) de las “clases más pudientes” (sic), me cuenta que ha tratado innumerables casos de violencia sexual, la mayoría por violaciones cometidas en sus entornos cercanos, incluso por padres o abuelos. Ninguno de ellos ha sido denunciado. Así, el orden sigue en orden y continúa levantándose sobre los cuerpos violados de millones de niñas, adolescentes y mujeres. En muchos casos se usa el “amor” como pretexto, la culpa como mecanismo y el silencio como candado de tal práctica social convenida. Todo para que las familias sigan funcionando como si nada hubiera pasado. Pero pasa y deja huella: se llama cultura de violación.

Desde La Manada, en España, hasta la historia de Rosa, la niña de 12 años descuartizada en Quiché y con indicios de haber sido violada, todo apunta a un sistema que permite el ultraje, termina liberando a los culpables y culpando a las niñas o jóvenes por el hecho. ¿De quién es el cuerpo de una niña o una mujer? ¿Del pater familias o de sí misma? ¿Para cuándo la Educación Sexual Integral? Esta acción global plantea una herejía desde sus propios cuerpos: miles de mujeres en el mundo están nombrando lo que no se nombra, reconociendo en público lo que se practica en privado, y abriendo los candados de un histórico silencio.

ESCRITO POR:

Carolina Escobar Sarti

Doctora en Ciencias Políticas y Sociología de la Universidad de Salamanca. Escritora, profesora universitaria, activista de DDHH por la niñez, adolescencia y juventud, especialmente por las niñas.