Falta media casa
Yo me informo cuando veo las noticias. Él, pensé, las vive.

Allá, por la frontera entre el Quiché y Totonicapán, en esos valles y montañas donde parece otro mundo, lejos de lo que se decide en la ciudad, está una casa a medio terminar. Las palas y piochas entraron una mañana de 2019, en una camionada repleta de blocks, arena, cemento y una tonelada de orgullo y ese tipo de ilusión que solo a esa corta edad se puede sentir. A sus diecisiete, el segundo de los hermanos fue tan solo uno de esa gran oleada de menores que salió de Guatemala en 2014 hacia el norte y que recorrieron el mundo en las noticias. Logró que lo recibiera un patrocinador en Kentucky, donde no tuvo la suerte esperada. Luego emprendió hacia un pueblo en Tennessee. Ahí, tras breves meses en un restaurante vietnamita, donde lavó platos, encontró una plaza en la empresa de remodelaciones del amigo de un tío. Pero había que armar estructuras de madera para casas. Lo aprendió a hacer. Había que hacer un poco de plomería y también la aprendió a hacer. Pero fue en el roofing —reparación de techos— donde encontró su fortuna. Con US$25 la hora, armó el ahorro para construir la casa de su sueño.
Pero el roofing es un trabajo muy particular. Famoso por su paga, infame por lo castigado, al oficio solo entran los más sacrificados de los más sacrificados. En época caliente, la temperatura hace de las piezas de asfalto y la melcocha para pegarlas un calderón casi imposible de soportar. Y en el frío, el gélido aire penetra la piel de quien está subido por horas en los techos. Por si fuera poco, el peligro de resbalarse y caer al suelo para matarse existe y es alto. Y eso, precisamente, le pasó a este muchacho quiché, quien patinó en un hielo que no vio una tarde de diciembre. Cayó de espaldas, lastimándose un hombro. Sin seguro ni garantía, regresó a Guatemala para recuperarse, cuando solo para media casa habían logrado ahorrar.
Él se va y no queda nada más que la anticipación de lo que le pueda pasar.
Conocí al muchacho quiché una tarde de noviembre, cuando estaba pasando lo peor de la pandemia. Él, recién empezando a recuperar, había decidido “hacer” dos años aquí, en su país, mientras se terminaba de preparar para regresar a las tareas en los techos de Tennessee. “Hacer” un año; “hacer dos años”. Así se refiere la gente de campo al tiempo que pasa en uno u otro país, trabajando, o en el caso del joven, curándose del pencazo que bien lo pudo malmatar. Pero en eso conoció el amor y vino acompañado del nacimiento de su primogénito. Una cosa retrasó la otra y el tiempo pasó. Pero esta es gente decidida y el retraso de la procrastinación no es precisamente parte de su formación. La llamada al coyote, dicen, se hizo hace tres semanas.
Más con curiosidad que con la altanería que lleva un consejo me le aproximé hace unos días para preguntar qué piensa, mientras le confirman el viaje. Y es que yo me informo cuando leo las noticias. Él, pensé, las vive. Traté de indagar qué tan diferente se vive la expectativa, con los cambios que se anticipan este mes en el norte. “Ahí no hay nada, don Pablito”, me respondió repetidamente. ¿Qué cambios en los precios del coyote? ¿Qué preocupaciones adicionales pueden estarse viviendo? ¿Qué dicen los parientes del otro lado, que son quienes patrocinan? ¿Qué posibilidad de que cuando llegue ya no encuentre la misma oportunidad de trabajo? Y siempre, la respuesta fue la misma. Hoy, un muchacho más maduro, no es solo la ilusión lo que alimenta su camino. Allá, por la frontera entre el Quiché y Totonicapán, en aquellos profundos valles y montañas donde todo parece otro mundo, allá, lejos de lo que se decide en la ciudad, hay una casa que está a medio terminar. Eso ha determinado este viaje y no parece haber forma de dar vuelta atrás. Él se va y no queda nada más que la anticipación de lo que le pueda pasar.