PLUMA INVITADA

La obligatoriedad del cubrebocas no sirvió de nada; ¿aprenderemos algo?

A finales del mes pasado se publicó el análisis más riguroso y exhaustivo de los estudios científicos realizados sobre la eficacia de los cubrebocas para reducir la propagación de enfermedades respiratorias, incluida la COVID-19. Sus conclusiones, según Tom Jefferson, investigador de salud pública de Oxford quien es su autor principal, son inequívocas.

' El veredicto es inapelable: la obligatoriedad del cubrebocas fue un fiasco.

Bret Stephens

“No hay pruebas de que [los cubrebocas] marquen ninguna diferencia”, afirmó a la periodista Maryanne Demasi. “Punto”.

Pero, un momento. ¿Qué hay de los cubrebocas N95, frente a los cubrebocas quirúrgicos o de tela de menor calidad?

“No hay ninguna diferencia… ninguna”, señaló Jefferson.

¿Y qué hay de los estudios que, en un inicio, convencieron a los legisladores de imponer la obligatoriedad del cubrebocas?

“Los convencieron estudios no aleatorizados, estudios observacionales defectuosos”.

¿Qué hay de la utilidad de los cubrebocas junto con otras medidas preventivas, como el lavado de manos, la distancia social o la filtración del aire?

“No hay pruebas de que muchas de estas acciones marquen alguna diferencia”.

Estas observaciones no proceden de cualquier sitio. Jefferson y 11 colegas realizaron el estudio para Cochrane, una organización británica sin fines de lucro ampliamente considerada el punto de referencia por sus revisiones de datos sobre atención sanitaria. Las conclusiones se basaron en 78 ensayos controlados aleatorios, seis de ellos durante la pandemia de COVID-19, con un total de 610.872 participantes en múltiples países, y coinciden con lo que se ha observado en general en Estados Unidos: a los estados que impusieron la obligatoriedad del cubrebocas no les fue mejor contra la COVID-19 que a los que no la impusieron.

Ningún estudio (o estudio de estudios) es perfecto. La ciencia nunca es inamovible. Es más, el análisis no demuestra que los cubrebocas adecuados y bien colocados no tuvieran ningún beneficio a nivel individual. Las personas quizá tengan razones personales válidas para usar cubrebocas y tal vez tengan la disciplina para usarlos de manera constante. Esas son sus decisiones.

Pero cuando se trata de los beneficios del uso de cubrebocas a nivel de la población, el veredicto es inapelable: la obligatoriedad del cubrebocas fue un fiasco. Los escépticos, a quienes se les tachó con furia de estar locos y a quienes en ocasiones se censuró por “desinformar” y oponerse a las normas de obligatoriedad, tenían razón. Los expertos y eruditos de la corriente dominante que apoyaron la obligatoriedad del cubrebocas estaban equivocados. En un mundo ideal, convendría que este último grupo reconociera su error, junto con sus considerables costos físicos, psicológicos, pedagógicos y políticos.

No cuenten con ello. En una comparecencia ante el Congreso este mes, Rochelle Walensky, directora de los Centros para el Control y la Prevención de Enfermedades de Estados Unidos (CDC, por su sigla en inglés), puso en duda el hecho de que el análisis Cochrane se basara en un pequeño número de ensayos controlados aleatorios específicos de COVID-19 e insistió en que las directrices de su agencia sobre el uso de cubrebocas en las escuelas no cambiarían. Si alguna vez Walensky se pregunta por qué sigue disminuyendo el respeto por los CDC, podría mirarse en un espejo, renunciar y dejar la reorganización de su agencia en manos de otra persona.

Es probable que eso tampoco ocurra: ya no vivimos en una cultura en la que la renuncia se considere el camino honorable para los funcionarios que fracasan en su trabajo.

No obstante, los costos son más profundos. Cuando la gente dice que “confía en la ciencia”, quizá lo que quiere decir es que la ciencia es racional, empírica, rigurosa, receptiva a información nueva, sensible a preocupaciones y riesgos contrapuestos. También: humilde, transparente, abierta a la crítica, honesta sobre lo que no sabe y dispuesta a reconocer errores.

La adhesión cada vez más ilógica de los CDC a sus directrices sobre el uso de cubrebocas no es nada de eso. No solo está socavando la confianza que necesita para funcionar como una institución pública eficaz. Se está convirtiendo en cómplice involuntario de los auténticos enemigos de la razón y la ciencia (teóricos de la conspiración y curanderos) al representar tan mal los valores y prácticas que se supone que la ciencia ejemplifica.

También traiciona la mentalidad tecnocrática que tiene el desagradable hábito de asumir que nunca hay nada de malo en los planes bien trazados de la burocracia, siempre y cuando nadie se interponga en su camino, nadie tenga un punto de vista disidente, todo el mundo haga exactamente lo que se le pide y durante el tiempo que la burocracia exija. Esta es la mentalidad que una vez creyó que China proporcionaba un modelo de gran éxito para la respuesta ante una pandemia.

No obstante, nunca hubo ninguna posibilidad de que la obligatoriedad del uso de cubrebocas en Estados Unidos se cumpliera al cien por ciento o de que la gente usara o pudiera usar cubrebocas de modo que redujera el contagio de manera significativa. Esto se debe en parte a las costumbres y la cultura estadounidenses, en parte a los límites constitucionales del poder gubernamental, en parte a la naturaleza humana, en parte a las necesidades sociales y económicas contrapuestas y en parte a la evolución del propio virus.

Pero sea cual sea la razón, la obligatoriedad del cubrebocas fue una misión imposible desde el principio. Es posible que crearan una falsa sensación de seguridad y, por lo tanto, dieran permiso para retomar una vida seminormal, pero no hicieron casi nada para mejorar la seguridad en sí misma. El informe Cochrane debería ser el último clavo de este ataúd.

Hay una última lección. La última justificación de los cubrebocas es que, aunque resultaran ineficaces, parecían una manera más o menos económica e intuitivamente eficaz de hacer algo contra el virus en los primeros días de la pandemia, pero “hacer algo” no es ciencia y no debería haber sido una política pública. Además, las personas que tuvieron el valor de decirlo merecían ser escuchadas, no tratadas con desprecio. Quizá nunca reciban la disculpa que merecen, pero la reivindicación debería ser suficiente.

 

*c. 2023 The New York Times Company

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