Pluma invitada
Las narrativas de éxito de la vida liberal dejan poco espacio para tener hijos
Los niveles de preparación para formar una familia son tan elevados y vagos a la vez que no es de extrañar que la gente no los alcance.
Para los hombres y mujeres jóvenes, laicos y políticamente progresistas, tener hijos se ha convertido en algo secundario. La sabiduría liberal convencional anima a la gente a pasar la década de sus 20 años en viajes de autodescubrimiento y realización personal y profesional. Los hijos se consideran un extra, algo a lo que se llega después de completar una larga lista de logros: obtener un título profesional, forjarse una carrera satisfactoria y bien establecida, comprar una casa, cultivar la relación romántica ideal.
Las mujeres que quieren tener hijos suelen darse cuenta de eso tarde.
Los niveles de preparación para formar una familia son tan elevados y vagos a la vez que no es de extrañar que la gente no los alcance. De hecho, los datos sugieren que la gente conforma una familia más tarde que antes y tiene menos hijos de los que desearía.
Para los progresistas, esperar para tener hijos también se ha convertido en una especie de imperativo ético. La igualdad de género y la autonomía femenina exigen que no se sacrifique el progreso personal de la mujer en aras de la maternidad. Garantizar la autonomía femenina significa que bajo ninguna circunstancia debe presionarse a una mujer para que tome una decisión reproductiva, ya sea que esta presión provenga de una pareja ansiosa o de una charla insensible sobre el tic-tac de los relojes biológicos. El entusiasmo sin reservas por tener hijos llega a parecer reaccionario, en pocas palabras.
En los últimos cuatro años, hemos entrevistado y encuestado a cientos de jóvenes estadounidenses sobre su actitud ante la idea de tener hijos. Estas conversaciones revelaron que las narrativas de éxito de la vida liberal en la actualidad dejan poco espacio para tener una familia. Las mujeres que quieren tener hijos suelen darse cuenta de eso tarde, a partir de los 30 años, los llamados años del pánico. Si tienen suerte, su pareja (si la tienen) concordará. Si no, deberán decidir entre volver a salir con alguien, congelar sus óvulos (si aún no lo han hecho), ser madres solteras o renunciar a la esperanza de tener hijos.
De este modo, la lógica del aplazamiento promovida por liberales y progresistas —y reforzada por un optimismo exagerado sobre las tecnologías reproductivas— despoja a los jóvenes de su capacidad de decisión. El número de hijos que tienen, e incluso si los tienen o no, es cada vez más una decisión que toman por ellos las circunstancias y las convenciones culturales.
Esto no es solo una receta para la infelicidad; también refleja una profunda confusión. La idea de tener hijos no es en absoluto no progresista. Incluso Simone de Beauvoir, la filósofa que fue de las primeras en criticar la reproducción y la familia como instrumentos de la opresión de la mujer, reconoció que formar el carácter y el intelecto de otro ser humano era “la empresa más delicada y más seria de todas”. Aunque ciertas visiones conservadoras de la vida familiar —como “las esposas tradicionales” y el pronatalismo de Silicon Valley— sin duda tienen poco que ofrecer a los de izquierda, nuestros compañeros progresistas tienen que dejar de pensar en tener hijos como un pasatiempo conservador y reivindicarlo como lo que es: un interés humano fundamental.
Durante mucho tiempo, la familia —reconocida como sede de las costumbres y los valores tradicionales— ha sido un elemento central del atractivo del conservadurismo. Sin embargo, no fue hace tanto tiempo que los republicanos y demócratas se disputaban quién podía afirmar de manera legítima ser el partido de los “valores familiares”. Bill Clinton, en su campaña presidencial contra George H. W. Bush en 1992, tachó de hipocresía el compromiso del Partido Republicano con la familia. “¿Dónde están cuando no hay asistencia sanitaria para las mujeres embarazadas? ¿Cuándo nacen demasiados niños con bajo peso?”, preguntó. Clinton.
Pero, con el tiempo, los liberales y progresistas dejaron de respaldar públicamente a la familia estadounidense como un símbolo e ideal. Tras el juicio político contra Clinton por su propia hipocresía en materia de valores familiares y la elección de George W. Bush con la ayuda de los votantes evangélicos vigorizados, la retórica en pro de la familia se convirtió en anatema para los liberales, que la consideraban falsa, intrusiva y tóxica. (La excepción notable fue el matrimonio igualitario, cuya legalización se logró con la ayuda de argumentos que promovían las virtudes de las familias). Hoy en día, la izquierda defiende con orgullo el sacrosanto derecho al aborto y la justicia reproductiva, al tiempo que elude casi por completo la cuestión de si tener hijos es, para empezar, un proyecto digno.
La cruda polarización del discurso público actual no ha hecho sino aumentar la desconfianza de la izquierda hacia los hijos, tanto en el ámbito privado como en el político. Las derrotas políticas progresistas se responden a menudo con grandilocuencias antinatalistas. Los miembros del grupo ecologista BirthStrike, fundado en 2018, declararon que protestaban contra la inacción climática con su negativa a tener hijos. Al año siguiente, poco después de proponer una legislación para un Nuevo Acuerdo Verde, la representante Alexandria Ocasio-Cortez, de Nueva York, transmitió a sus 2,5 millones de seguidores de Instagram la indecisión de los progresistas a tener hijos debido al cambio climático cuando dijo: “Lleva a los jóvenes a plantearse una pregunta legítima: ¿Está bien tener hijos de todos modos?”.
La decisión en el caso Dobbs de la Corte Suprema, que anuló el derecho constitucional al aborto en 2022, también ha hecho que los liberales y progresistas se sientan más incómodos con la idea de formar una familia. Un año después del fallo Dobbs, la periodista especializada en derechos reproductivos Andrea González-Ramírez escribió que había contemplado la posibilidad de tener hijos a los 30 años, antes de que la decisión de la Corte Suprema pusiera fin a todo eso: “Nunca he estado segura de querer ser madre, y mucho menos de desearlo lo suficiente como para asumir los riesgos. Hoy en día, sin embargo, esa puerta está cerrada. Me elijo a mí misma”.
Esa elección no es poco frecuente. En un estudio reciente, el 34 por ciento de las mujeres de 18 a 39 años informaron que ellas o alguien que conocían habían “decidido no quedar embarazadas debido a preocupaciones sobre la gestión de emergencias médicas relacionadas con el embarazo”. Esto podría parecer una preocupación sobre el acceso al aborto, pero el estudio sugiere que el fallo del caso Dobbs intensificó la ambivalencia sobre tener hijos de una manera más generalizada. De hecho, de las mujeres que dijeron que renunciaban a tener hijos debido a la resolución del caso Dobbs, aproximadamente la mitad vivía en estados donde el derecho al aborto seguía estando protegido.
Es inevitable percibir la ironía: al permitir que el movimiento conservador las apartara de la cuestión de si quieren o no tener hijos y criarlos, estas liberales y progresistas nuevamente están dejando que la derecha configure sus objetivos reproductivos de otra forma.
Pero el enfoque partidista de la cuestión es erróneo a un nivel más fundamental. En última instancia, la cuestión de tener hijos trasciende la política. Al decidir si tenemos hijos o no, nos enfrentamos a un reto filosófico: ¿merece la pena vivir la vida, por imperfecta y difícil que sea, por plagada de desacuerdos políticos y desastres?
Sin duda, tener hijos no es la única manera de responder a esta cuestión. Pero tener hijos sigue siendo la forma más básica y accesible para la mayoría de nosotros de afirmar el valor de nuestra vida y la de los demás. Esto se debe en parte a que convertirse en padre o madre representa una de las mayores responsabilidades que un ser humano puede asumir por otro. Y también porque la perpetuación de la vida humana es la condición de posibilidad para cualquier otra cosa que nos importe.
Comprometerse con causas de izquierda a largo plazo, como la justicia económica, medioambiental, racial y social, es más que compatible con tener hijos y una vida familiar. Presupone la voluntad de que se asume la responsabilidad personal y colectiva por la próxima generación, criando, nutriendo y educando a quienes decidirán los destinos de nuestro país y nuestro planeta.
Seguramente, los progresistas y conservadores darán respuestas tan diferentes a la cuestión de cómo debe ser la crianza de los hijos como a la de cómo debe gobernarse la sociedad estadounidense. Pero los progresistas no deben dejar que las lealtades partidistas les impidan reflexionar sobre la manera en que tener hijos expresa o no sus valores, y sobre el rumbo que realmente quieren que tomen sus vidas. Los niños son demasiado importantes como para permitir que sean víctimas de las guerras culturales.
c.2024 The New York Times Company