RINCÓN DE PETUL
Los zapatos del Chico
Era su vecino de toda la vida el que venía, entrando al pueblo, esta vez con gorra roja, que hacía juego con una camiseta de marca cara, apretada a un cuerpo antaño flaco que se afofó, con cada año que pasó. Pero la camisa de Chico, el viajero retornante, no fue la prenda en que el Chore más se percató. De hecho, lo que todos veían eran sus zapatos, diferentes, cada ocasión que venía de allá. La primera vez que regresó, después de 12 años “de tiempo” en Nueva Orleans, Chico hizo su entrada más grande de todas. Aquel día, los tenis eran blanco impecable. Tanto, que casi se sentía el olor del cuero nuevo, mientras se manchaban por primeva vez, en los senderos de polvo y piedra de la Aldea Santa Rita. Ese día, caminaba para conocer su casa nueva, que mandó a construir a control remoto, con las ganancias de años de remesas, bien sudadas. De eso, hacía varios lustros. Y varios emprendimientos, también, que ahora lo ven salir de forma más itinerante, en viajes al Norte ya no tan largos. Lo que nunca cambió fue que el pueblo entero siempre se enteraba. Y que la escena se repite. Los muchachos en la calle lo reciben con bromas ingeniosas. Y más de alguna joven encuentra pretexto para salir a la banqueta y encontrarse con su paso, simulando coincidencia. El Chore ya conoce de memoria esta escena. La presenció en persona varias veces, y muchas más en su imaginación, sustituyéndose él como el victorioso protagonista.
' Todos se enamoraron de los botines de Chico, solo posibles con dinero migrante.
Pedro Pablo Solares
La parafernalia mengua cuando Chico entra a su casa, escoltado por sus padres orgullosos y dos de sus hermanos. Otros están allá, aún en Nueva Orleans, colocando estuco en paredes en la misma compañía por donde Chico hizo su carrera. Imitan sus pasos, siguen un mismo camino, sobre la base de la experiencia, que resultó en una de las casas más admiradas de Santa Rita. Todo un amplio primer nivel para vivienda, y en el segundo, una tienda de conveniencia, rebosante de productos comerciales.
La parte superior de las columnas de la casa, a propósito, nunca fue terminada. Aún salen las varillas de acero, que hacen parecer como si el trabajo no fue concluido. Pero el descuido tiene motivación ulterior. ¿Cómo más mostrar que no se escatimó gasto? ¿Cómo más lucir que las varillas son de acero de tres octavos? ¿Cómo más se expone el éxito logrado? Esa respuesta, hoy, en toda sociedad, recae en las redes sociales. Una vez adentro, Chico toma el celular y publica una foto en Facebook.
“Aquí vine, Santa Rita” tituló la fotografía que cuidadosamente tomó. Estudió el ángulo y puso cuidado a la luz. Iluminados, dos pares de zapatos de fútbol para estrenar, marca Adidas exhibidos con arte y esmero. Un par es blanco con rojo; y el otro, negro con líneas azules. Mucho más sobrios que los que trajo años atrás y que todos aún recuerdan. Después de todo, difícil sería olvidar aquellos también Adidas amarillo fluorescente, con elementos azul marino y naranja-fucsia. En esa ocasión, todos se enamoraron de los botines de Chico. Y con sus zapatos, solo posibles con dinero migrante, se enamoraron también de su estilo de vida. Y de su éxito soñado, aunque los amigos del equipo, jamás se lo dicen de frente. En cambio, empieza la fregadera, con los comentarios en la foto. “Comprá original, vos.”, le responde un molestón, cuya foto está tomada frente a un río de aquellos que solo hay en el Norte. “Vos Chico, esos están a 2 por 30 varas en la Pulga”, dijo otro. “Esos son del Wolmar”, se metió otro emigrado, demostrándose quiénes hablan la jerga de un pueblo partido entre dos fronteras. Uno donde, a los que nunca fueron, solo les queda imaginar. Imaginar y soñar. Con su teléfono en mano, el joven Chore, el vecino adolescente, se sumergió en la plática de los grandes y que todavía le es ajena. “La pulga… el Wolmar” invadieron su pensamiento envolviéndolo de un anhelo: Yo quiero conocer ahí. Yo voy a conocer ahí.