Creímos que era día de mercado cuando llegamos a San José Pueblo Nuevo. Y es que tenía que serlo. El gentío, a cuadras de la plaza, tiene usualmente esa explicación. Gente iba y venía con bolsas de plástico cargadas. No había dónde estacionar el doble tracción que nos llevó a ese minúsculo punto perdido en el fondo de la gran cordillera. Finalmente parqueamos. Pero el del puesto cercano tampoco lo permitió. “Me tapan la venta”, dijo, y tocó ir a mover el armatoste otra vez. Ya frustrado, retrocedí. Nadie había notado que, para entonces, unos chuchos callejeros habían encontrado sombra bajo el carro. Yo lo supe al escuchar ese chillido espantoso de un perro lastimado. Bajé atormentado. Los periodistas gringos nunca habrían visto cosa así. O tal vez sí, pensé, en Mumbai, Bangladesh u otro de esos lugares que se ven en fotos de la National Geographic. Por divina gracia, nunca hubo sangre. Para cuando bajé, el chucho negro ya había caminado en paz hacia el cobijo de otra sombra. Aparentemente sin nada, descansaba sin cuidado junto a sus coloridos compañeros. De plano, solo la cola le machuqué. Ya resignados, sacamos el carro del centro, a donde solo se puede entrar caminando. Encontramos el local que buscábamos. ¿Día de mercado? Pregunté al amigo que esperaba. “Aquí —dijo— todos los días son de mercado”. El movimiento de las remesas, en vida, en acción.

Dimensione qué tan profundo está San José Pueblo Nuevo en el mapa huehueteco. Ya llegar a la cabecera del municipio al que pertenece —San Sebastián Coatán— es un reto. Se pregunta uno ¿qué actividad económica puede ser viable en semejante aislamiento? Después de subir la gran cuesta de la cordillera en Chiantla, se viaja unas tres horas al norte, bordeando en hilos de asfalto los barrancos a los que Diéguez Olaverri les cantó. Se pasan varios pueblos, remotos, indígenas; un mundo paralelo. Al llegar a la bifurcación en Santa Eulalia se cruza aún más hacia occidente; se ingresa a un conjunto de tres municipios: San Rafael, San Miguel y San Sebastián. El último censo arroja que en estos tres únicamente viven 107 ladinos. El corazón del departamento. El asfalto lleno de hoyos cede a terracería. Sinceramente, se siente más cómodo así. Pero no menos peligroso. El fondo se mira hacia abajo, lejos, distante. El riesgo solo se apacigua con la belleza del lugar. Verde y azul. El canto de Diéguez Olaverri entretiene hasta llegar a San Sebastián. Y de ahí, otro camino más retador, más angosto, más terracería, de peor calidad. Ya llegando a Nentón, horas después, se ve en su esplendor de crecimiento esta pujante aldea. Un epicentro vivo y puro de remesas internacionales que migrantes envían, según mis datos, desde seis ciudades espejo, principalmente en Tennessee y alrededores.

Este año continuó el crecimiento de remesas al país. Se calcula que 2019 cerrará con US$10.5 mil millones en este concepto. Constantemente se compara esta cifra con el producto interno bruto nacional. Se calcula a razón de un 12%. Es decir que los migrantes envían una doceava parte de lo que el país produce. Una dependencia importante. Pero me pregunto ¿más que a un nivel nacional, cuánto representarán las remesas respecto de los PIB locales de cada uno de estos municipios y aldeas expulsoras de población? Sin capacidades técnicas que puedan alojar industria, dudo que algún día cercano esta dependencia pueda cambiar. Allá, de regreso en San José Pueblo Nuevo, construían este año una inmensa iglesia que parece anfiteatro. La plaza, el mercado y el salón del alcalde, todas, construcciones nuevas, grandes y formales. Todo el mundo ahí, ocupado. ¿Cuánto de esto es por remesas?, le preguntó el gringo al amigo anfitrión. “Todo”, respondió. ¿Acaso aquí hay algo más?