SIN FRONTERAS
Ser abogado en estos tiempos
Desde los primeros días, todo lo que sucedía imprimía ya el sello que caracteriza a una escuela de Derecho. Uno, todo chiquillo, recién salido de la secundaria, se encontraba ahí con los congéneres que, al igual que uno, se inspiraron en alcanzar los títulos del abogado. Yo, desde muy temprana edad, había tomado esa vocación.
Quizás seguí los pasos del abuelo, aunque su tiempo fue muy anterior al mío. La verdad, debo reconocer que fui uno de los pollos solitarios en el primer día de la universidad. No conocía a nadie. Pero lo más relevante: no sabía nada de mi carrera.
En lo propio de la abogacía, la mía era una página en blanco. Muchos llegaron igual de vírgenes que yo. Por ello, tanto más relevante se hizo la presencia de quienes traían una estirpe directa de la generación profesional anterior. Un linaje, ejercido y presente en cada período de clases, en cada discusión. Pudimos haber sido tan solo unos chiquillos desconectados. Pero sí sabíamos que el que andaba por ahí era hijo del licenciado Balsells Tojo, que el papá de aquellos era el licenciado Reinoso Gil, o que arriba iban los hijos del entonces procurador De Léon Carpio. No hay duda de que la trayectoria y la visión de los padres latía entre nosotros.
' El decoro más importante de nuestro papel gremial se ejerce dando vida a los ideales.
Pedro Pablo Solares
Era la Facultad de la Landívar, en el inicio de los años 90. La Constitución, en sus años párvulos, era la fuente de luz presente en la inspiración de los maestros más relevantes. Sí, se sabía que había mucho por recorrer. Muchas preguntas pendientes por desarrollar. Marañas y conflictos posibles solo en un país tan imposible como el nuestro. Pero había algo que sí parecía ser un consenso muy claro. Y eso era hacia dónde y hacia qué no se deseaba regresar. Había un repudio absoluto al poder autoritario. A las dictaduras. A la voluntad de unos cuantos, y a la impotencia de los muchos. El absolutismo era mal visto. Una mala palabra. Creo que el civilismo pesaba sobre el militarismo. Y que la democracia ilusionaba. La República, el estado de Derecho. Por eso se vivió con tanta vehemencia la repulsa al intento de Serrano Elías. Porque nos contagiaba el vigor, la pasión, de las clases de gente como la recordada Midori Papadópolo, una gladiadora de la Constitución, una prócer en las aulas. Tuvimos mucho catedrático desapasionado, claro. Pero también los suficientes referentes para entender que el decoro más importante de nuestro papel gremial, se ejercería dando vida a los ideales mencionados. Y todo eso con un propósito vigente: el reconstruir las ruinas que estábamos heredando. Un mejor país que aquel que recibíamos.
Treinta años han pasado desde entonces, y la Constitución ilusiona menos. Las marañas desatendidas crecieron. El repudio hacia los enemigos del liberalismo democrático se ha hecho disipar. Ahora resulta que hay quienes olvidan lo monstruoso del terror. Lo despreciable del autoritarismo. Lo execrable del poder superior a un estado de Derecho. El lema del tiempo es que la generalidad defiende su conveniencia personal. El puestecito. El negocito. El hoy. El yo. El resultado tangible es un país de tragedias diarias que no se lograrán resolver. Todos sabemos que el Estado en su conjunto está tomado por auténticas mafias que ya ni se molestan en ocultarse. La violación al constitucionalismo es flagrante. La reputación gremial, con razón, aplastada. Y por ello, el silencio de las escuelas de Derecho —mi alma máter, en cuenta— no es cómplice, es copartícipe. No hay excusa para el silencio. Si no los dejan pronunciarse, ¡renuncien! Recuerdo aquellos años universitarios cuando entramos a ese mundo del ideal constitucional. Nos fue impregnado por la generación que nos antecedió. Nuestro llamado es a heredarlo a los que siguen.