No es cosa de abogados
que han cuestionado los fallos no entienden ni rosca de lo que se trata. Fuera de los cinco magistrados titulares y uno que otro suplente que convenientemente es llamado para integrar la Corte cuando hace falta, el resto de la comunidad jurídica, el resto de los comentaristas y analistas de la sociedad y de la prensa, son una partida de ignorantes que no tienen la capacidad de entender la forma magnífica en que ellos interpretan la ley suprema”.
Y hay también otros abogados —entre ellos varios que ocupan cargos públicos de forma permanente o temporal— que quisieran que se guardara silencio y que nadie fiscalizara, contradijera, criticara u opinara sobre su quehacer, sus actuaciones y su desempeño. Como si el problema no fuera lo que hacen, sino que se publique.
Los derechos a disentir y a opinar son inherentes a la democracia, por eso en casi todas las legislaciones —la nuestra no es la excepción— se reconoce la libre emisión del pensamiento como un derecho inalienable. En Guatemala, aparece en el texto constitucional en el artículo 35, que establece que podrá ejercerse por cualesquiera medios de difusión y sin censura. Además, que no constituyen delito o falta las publicaciones que contengan denuncias, críticas o imputaciones contra funcionarios o empleados públicos por actos efectuados en el ejercicio de sus cargos. Y que si estos estiman que una publicación los afecta, se basa en hechos inexactos o que los cargos que se les hacen son infundados, pueden exigir que un tribunal de honor así lo declare.
Lo que no se vale es criminalizar el ejercicio del periodismo, pretender amedrentar a quienes lo ejercen valiéndose de un espacio de poder, interponer demandas penales o procurar enviar el mensaje de que se meterá en problemas quien diga o escriba lo que piensa. Como dirían los abogados, la ley establece los procedimientos, y ninguno de los anteriores están ahí contemplados. Amén de entender que una cosa es una nota informativa y otra, una columna de opinión.
Los costos que se pagan por decir lo que se piensa y cuestionar al poder —o quizá sería mejor decir, a los poderes—, son altos. Y aunque en este contexto puede sonar paradójico, fue un abogado —digno, valiente, inconforme con las injusticias y el ejercicio abusivo del poder, defensor de las libertades y la democracia, incansable enemigo de la impunidad— el que me enseñó que no hay que agachar la cabeza, que desde donde se esté hay que dar la batalla, alzar la voz y denunciar, que eso es un derecho y también es un deber. Un jurista —que además de ser mi padre— fue el maestro que me hizo entender que la justicia no es cosa de abogados.