ENCRUCIJADA

Crisis tributaria

Juan Alberto Fuentes Knight

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En 2015, la recaudación de impuestos aumentó menos que la inflación. Significa que la recaudación disminuyó en términos reales en comparación con el año anterior. Ello ocurrió a pesar de que no hubo una crisis económica en 2015. Pero la carga tributaria, resultante de expresar los ingresos tributarios como proporción de la producción nacional (PIB), alcanzó solo 10.2% del PIB en 2015, nivel que no fue tan bajo ni en 2009, cuando Guatemala y el mundo fueron golpeados por la crisis financiera global.

Parte de esta disminución se debe a que en 2015 los precios de los combustibles bajaron, con lo cual disminuyó el valor de la factura petrolera: el IVA cobrado ante este menor valor también cayó. Otra parte de la reducción de los ingresos tributarios se atribuye a que varias empresas que debían pagar el impuesto sobre la renta se trasladaron al régimen de rentas netas: ante la incapacidad de la SAT, de controlar los costos y de poder estimar los verdaderos ingresos netos de los contribuyentes, un creciente número de contribuyentes reportó pérdidas. Evadieron así el pago del impuesto sobre la renta. A su vez, la moral tributaria, o la voluntad de pagar impuestos, se erosionó debido, principalmente, a la percepción de debilidad de la SAT. Y muchos cuestionaron la obligación de pagar impuestos ante un gobierno evidentemente corrupto. A lo anterior agreguémosle el contrabando, la evasión y la elusión del pago de impuestos en las aduanas, incluyendo tanto al IVA aplicado a las importaciones como los aranceles, base de la defraudación correspondiente a lo que se ha llamado la Línea.

La SAT es ahora una institución carcomida por la corrupción y poco respetada por individuos y grupos económicos poderosos. Su incapacidad se combina con dudas acerca de las responsabilidades que le corresponden a su directorio y al superintendente. No está clara la línea de mando. Tiene un directorio, encabezado por el ministro de Finanzas Públicas, pero con responsabilidades poco claras y sin que rinda cuentas a nadie. El propio superintendente no es nombrado por el ministro de Finanzas, sino por el presidente, lo cual ha facilitado que ciertos presidentes hayan interferido directamente en la SAT, debilitándola. Además, es altamente probable la existencia no de una, sino de varias cadenas o “líneas” de corrupción. No hay un uso integrado de la información disponible, es insuficiente el personal dedicado a la fiscalización e inspección de los contribuyentes y existen procedimientos obtusos que dificultan el pago por parte de aquellos contribuyentes que sí desean cumplir con sus obligaciones.

Las respuestas que se han estado discutiendo incluyen revisar la estructura de mando. Así, el superintendente podría ser nombrado por el Ministro de Finanzas, y la función más importante del directorio podría ser cumplida por un tribunal administrativo conformado por funcionarios contratados por la SAT. Además, convendría integrar el uso de los diversos bancos de datos para hacer cruces entre lo que se paga de cada impuesto y fortalecer la fiscalización. La SAT tampoco debiera responsabilizarse del registro de vehículos. Y habría que desarrollar un programa de testigos protegidos para denunciar las redes de corrupción que existen. El nombramiento de una nueva superintendente es urgente. Puesto que algunos de estos cambios requieren revisar la ley de la SAT, cabría esperar que entre los primeros acuerdos entre el Congreso y el poder Legislativo se conviniera fortalecer la administración tributaria. Sin impuestos no hay Estado que funcione.

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