La Curva de Laffer
por ingesta es la Maniobra de Heimlich.
La Ley de Stiegler del Epónimo propone que “ningún descubrimiento científico es nombrado por el descubridor original”, y el propio Stephen Stiegler señaló al sociólogo Robert Merton como el descubridor de esta ley. Merton también describió el “efecto Matthew”: en caso de descubrimientos simultáneos o colaborativos, el crédito —epónimo— suele dársele a quien es más famoso y los demás quedan en el olvido. Para los aficionados a la economía, los epónimos y la buena lectura, recomiendo un excelente libro de Carlos Rodríguez-Braun, titulado Eponymy in Economics.
En la teoría económica hay un fenómeno que se conoce como la Curva de Laffer. Siguiendo la ley de Stiegler, Arthur Laffer no pretende ser el descubridor de este principio y se lo atribuye a varios otros, entre ellos a Ibn Khaldun y al apóstol del gasto público deficitario y la ingeniería macroeconómica, J.M. Keynes. La historia es que en una reunión con un grupo de funcionarios, el economista Arthur Laffer dibujó una gráfica en una servilleta para ilustrar un principio que quería explicar: los impuestos, como todo lo demás, tienen rendimientos decrecientes. En la reunión se encontraba un periodista, Jude Wanniski, quien luego publicó un artículo en el Wall Street Journal, donde explicó y bautizó la Curva de Laffer.
La Curva de Laffer ilustra la relación entre posibles tasas impositivas y los ingresos fiscales resultantes. A medida que aumenta la tasa de impuesto, aumenta también el ingreso fiscal, pero llega a un punto en que aumentar el impuesto no aumenta el ingreso fiscal, sino por el contrario, lo reduce. Un corolario es que aumentar los impuestos no necesariamente aumenta los ingresos fiscales. Las tasas impositivas pueden alcanzar un nivel tal que los ingresos fiscales disminuyen.
Aumentar los impuestos reduce tanto los incentivos como las posibilidades de invertir, producir y consumir —inhibe la actividad económica—. Desde hace tiempo, en Guatemala se le apuesta al gasto público como motor del desarrollo, en lugar de apostarle a la actividad económica. El resultado es que en los últimos 30 años el nivel de ingreso real per cápita prácticamente no ha crecido, pero el gasto público sí. Cada nuevo gobierno ensaya su versión de “reforma” tributaria, que casi siempre se traduce en aumentar los impuestos, con creativos eufemismos, como el impuesto a la “primera matrícula” aplicada a vehículos motores. Los motores no pagan impuestos, las empresas tampoco: todos los impuestos son pagados por personas.
El actual gobierno no escapó a la ley de hierro de reformas tributarias: “nuevo gobierno, más impuestos” —y esta ocupó 25 páginas en el diario oficial—. El gasto público, al igual que el suyo y el mío, nunca alcanza. La idea subyacente pareciera ser que con cada quetzal adicional que pudiera estar en su bolsillo, el Gobierno —y los analistas sociales— saben mejor cómo usarlo que usted y yo.
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