CABLE A TIERRA
Después de los azacuanes
La CONRED dio por finalizada la búsqueda de cuerpos soterrados en el Cambray II. Inevitable momento; ya no hay probabilidades de encontrar personas con vida. Los esfuerzos realizados por la Conred, los rescatistas mexicanos y tantas personas que contribuyeron a descombrar y excavar, permitieron salvar la vida a 34 personas. Por lo demás, el saldo es trágico: 280 fallecidos, 347 desaparecidos y 125 viviendas soterradas, según el último reporte disponible en la Conred.
Con ese anuncio, los sobrevivientes entran en una nueva etapa: les toca reconstruir la vida, comenzar de nuevo. Sacar fuerzas y ponerse en pie, a pesar de que el alma está todavía de rodillas, abatida de dolor por los perdidos.
Saben que pronto el Estado los dejará solos, librados a su destino. Así ha sido hasta ahora, al menos: lenta, pero inexorablemente, su tragedia desaparecerá de las cámaras y de la consternación ciudadana, no digamos de la del Gobierno. Más pronto que tarde, todo entrará en una nueva cotidianeidad. Así pasó cuando se cayó el muro de contención de aquella mansión carretera a El Salvador, donde nadie perdió la vida de puro milagro; así pasó cuando fue el derrumbe que soterró parte de la estructura de la hidroeléctrica en el río Las Vacas, donde se perdieron varias vidas; así fue hace una década, cuando el lahar cayó sobre el cantón Panabaj, en Sololá, y 500 personas quedaron soterradas. Año tras año, lo mismo y cada vez peor. Luego de la sequía, la inundación y el deslave.
Pronto pasarán los azacuanes, esos pájaros que anuncian la salida del invierno; pero parece que no solo se llevarán la lluvia, sino también nuestra memoria. Estimados lectores: aquí ya no alcanza con la filantropía ni con la política social para romper con este círculo vicioso. Regalarle una casa a los sobrevivientes del Cambray II hará la diferencia inmediata para las familias dolientes, pero no solucionará el problema de fondo del país: los desastres socio-ambientales tienen una génesis ética, económica y política.
Por ende, hay que tomar ya acciones muy fuertes, muy drásticas y hacerlas valer. Para eso se requiere aprobar a la par la ley de ordenamiento territorial —engavetada desde el 2010—, que delimita los usos del suelo, reorganiza los territorios y ayude a evitar que continúe la urbanización de la pobreza, la exclusión y la desigualdad.
Una renovación ética de la clase empresarial —no solo de la política—, pues no hay ley que valga si la prioridad siempre es maximizar el lucro, sin importar el costo. Un esfuerzo masivo para recuperar las cuencas de los ríos, las áreas boscosas y proteger las fuentes de agua. Romper con la perversidad de la política de subsidios a la vivienda, que solo favorece a las constructoras e intermediarios. Cambiar la lógica de la inversión pública, abandonando “el centaveo” y la “proyectitis” que termina financiando carreteras. Todo eso mejorará nuestra capacidad de prevenir, mitigar estos horribles desastres.
Hay que romper con los cacicazgos municipales y concebir el territorio como lo que es: un espacio ambiental-económico-social e histórico multidimensional, que debe ser gestionado por el conjunto del sistema de administración pública y no solo por cada municipalidad de manera aislada. En el Área Metropolitana de la Ciudad de Guatemala, la zona más densamente poblada del país, esto es un imperativo hace ratos. Nada requiere plata adicional. Lo que necesita es visión de Estado y el coraje ciudadano detrás para forzar los cambios. Del segundo hemos visto muestras; el primero sí que anda muy escaso.