PERSISTENCIA

Divorcio entre el hombre y su vida

Margarita Carrera

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Los seres humanos que mueren por sus propias manos es porque el sufrimiento rebasa el límite o el sentido de su vida. La filosofía escasamente puede ilustrarnos sobre tan fatal decisión. Y si en cierta medida estamos de acuerdo con Albert Camus en que “No hay más que un problema filosófico verdaderamente serio: el suicidio”, y que “Juzgar que la vida vale o no vale la pena de que se la viva es responder a la pregunta fundamental de la filosofía…”, pensamos que este, más que un problema del dominio de la filosofía, es un problema del dominio de la psicología, o, para ser más exactos, de la llamada “psicología profunda”. Querer filosofar sobre el suicido es como querer filosofar sobre el cáncer. Estamos más en un campo médico que metafísico. En un campo clínico, en donde lo fundamental es la curación del inmenso mal que aqueja al humano.

El suicidio está más allá del mundo filosófico y más acá de la vida simple, con más instintos que razonamientos. Si se llega a él es porque, en un momento determinado, el hombre o la mujer cobra conciencia del total divorcio entre su ser y su quehacer, entre su lucha por vivir y su total derrota. Es el triunfo de “thanatos” sobre “eros”. Y se llega a la conclusión de que el único remedio para poner fin al insoportable sufrimiento es la propia destrucción.

Y, claro, hay muchas maneras de suicidarse. La más contundente: pegarse un tiro. Luego vienen formas más sofisticadas y sutiles. Se da, por ejemplo, el suicidio en que se explica como simple “accidente” y se le echa la culpa a la fatalidad (que, por otro lado, también interviene en tal determinación). Pero esta “fatalidad” encierra algo más que se ha de investigar desde el punto de vista médico. La mayor parte de los “fatales accidentes” son más bien actos conscientes o inconscientes del imperioso deseo de quitarse la vida.

También existe el suicidio lento, de agonía prolongada a manera de autocastigo infame. Se cae en la depresión o bien hay un total alejamiento de toda actividad, o bien se sucumbe en el mundo de las drogas o del alcoholismo. En el primero de los casos, se guarda silencio total y se cierra la boca en un empecinamiento por no desear comunicación alguna, en una cólera interna desquiciante, que corre lentamente, cual implacable veneno, el alma. En el segundo, se trata de una total evasión de la vida.

Esas y otras formas. Pero la causa que conduce al individuo a la renuncia de lo más preciado que tiene: la vida, está más allá de toda ética, lógica, religión, filosofía. La causa vislumbra más acertadamente la “psicología profunda”, esto es, la psicología clínica que se ocupa de las enfermedades de la psiquis.

Y tampoco creemos, como afirma Camus, que la causa se determine porque el ser humano tome, de pronto, consciencia plena de “lo absurdo de su vida”. La vida es, para él, absurda únicamente en cuanto esta no le proporcionaba amor, alimento tan indispensable como el pan de cada día. Y esta carencia de tan preciado sustento se remonta, en todos los casos, a su lejana infancia. Y ya se ha dicho y repetido una y otra vez: “infancia es destino”. Nosotros diríamos: “amor es destino”.

El ser que ama y es correspondido, en un goce pleno de la vida, jamás piensa en el absurdo.

Se entrega a un instinto vigoroso y vital y se aferra a su existencia. La nada, la aniquilación, el sumirse en las tinieblas eternas, está lejos de su manera de sentir y de pensar. Y casi no piensa, simplemente vive su espléndida y radiante animalidad.

Es la falta de amor la que lo lleva a la reflexión o, si no, la posible y segura pérdida de lo amado. Pero si su psiquis no ha sufrido mayores traumas en la infancia, lo más factible es que sus reflexiones, más o menos profundas, no lo conduzcan al suicidio, pavorosa decisión que nos llena siempre de espanto.

margaritacarrera1@gmail.com

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