EL QUINTO PATIO

El arte de la mentira

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Inherente al ejercicio político es la habilidad para ocultar información y manipularla a voluntad. Al parecer, en las últimas décadas los deberes de un funcionario electo por la ciudadanía son de cumplimiento discrecional, entre ellos el respeto a la ley de acceso a la información, la honestidad en el desempeño del cargo, la responsabilidad en la toma de decisiones, la visión de servicio a la comunidad. Esos factores —de observancia obligatoria para un empleado público en cualquier país democrático— se han transformado en meros recursos discursivos para uso proselitista, pero nunca parecen haber formado parte de un marco de conducta ética.

Mentir públicamente y luego ser descubierto en la mentira, ha dejado de ser motivo de vergüenza y castigo. Lo hace un presidente de la nación más poderosa del mundo para justificar una guerra genocida, ¿por qué no hacerlo en un país tercermundista? Sobre todo si no hay consecuencias y la población no manifiesta rechazo contra el mentiroso. Es más, muchas veces ni siquiera reacciona censurando el hecho. Esto demuestra cómo se han ido diluyendo los valores en una frenética búsqueda del poder y la riqueza material.

Sin embargo, esa falta de transparencia tiene sus efectos de largo plazo. Se pierde la credibilidad en las instituciones, y estas representan el alma de una nación. Son su sustentación jurídica, conformando un todo destinado a dar respaldo a las necesidades y aspiraciones de toda la sociedad. Al perder credibilidad y entrar en una zona de desgaste junto con todo el tinglado democrático, sus fundamentos y perspectivas entran en crisis.

Gobernar con la verdad es una práctica que Guatemala no ha conocido. No, por lo menos, en sus últimos 40 años. El gobierno se ha transformado en un objetivo personal para políticos motivados por una codicia insaciable y una sed de poder nunca satisfecha. Para quienes se han sucedido en el sillón presidencial, el cargo no ha sido un honor sino un triunfo, desvirtuando por completo su esencia y traicionando su misión. Y esto, la ciudadanía lo ha contemplado con la impotente pasividad con la cual se observa el desborde de un río, como si de la fuerza de la naturaleza se tratara.

Este modelo de opacidad política ha de tener, forzosamente, un giro radical. De no cambiar actitudes, procesos, objetivos y conductas, no habrá poder popular que funcione como contrapeso. Es fundamental comprender que la veracidad, la transparencia y la honestidad existen y gobernar de acuerdo con esos principios es posible. Son valores cuyo poder regenerador puede convertir a una nación en crisis en un país en desarrollo.

Pero ello exige un compromiso masivo de todos los sectores y cada uno de sus integrantes: de quienes hoy participan de la corrupción y se benefician con la opacidad de sus autoridades, así como de quienes se han mantenido juzgando y criticando desde las sombras, sin intervenir ni protestar, por inercia o temor. El país merece una limpieza a fondo y esos miembros íntegros y valientes de la ciudadanía, preparados para sacarlo adelante, deberán comenzar a hacerse visibles y a participar en la urgente tarea de reparar los daños.

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