PERSISTENCIA

El edipismo en Jung 

Margarita Carrera

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Si Jung hubiese continuado con la línea científica del psicoanálisis freudiano, habría llegado a la conclusión de su propio y acentuado edipismo.

Basta conocer, a grandes rasgos, el ambiente familiar en el que creció —recuérdese que el padre de Jung era pastor de la Iglesia Suiza Reformada— para comprender su vida, su destino y su obra.

Frente a un padre creyente, pero de suave carácter, se alzaba una madre conflictiva y ambivalente. Cuando Jung tenía escasos tres años, hubo de ser internada en un hospital para enfermos mentales durante algunos meses. Es así como se vio fortalecido su natural edipismo al sentirse abandonado por su progenitora. En abierta acusación al padre, atribuyó la enfermedad de su madre a conflictos de un matrimonio poco armonioso.

Su madre, refiere Jung, tenía dos personalidades opuestas. Ello no le impidió, sin embargo, sentirse cada vez más atraído por la figura materna, en deterioro y menoscabo de la paterna. A tal punto que, pronto, la madre acaparó toda su vida emotiva íntimamente ligada a la intelectual.

En contraposición de Freud —quien da enorme importancia a la figura paterna—, la “psicología analítica” jungiana gira alrededor de un centro único, mágico y místico a la vez: la madre. La mujer al mismo tiempo devoradora y protectora. Es así como el padre simplemente desaparece —esto en términos psicoanalíticos significa muerte— y la imagen materna llega a ser tan poderosa que dentro de los “arquetipos” —sustratos pertenecientes al “inconsciente colectivo”— que descubre o inventa, el más importante es el “ánima”: imagen de la mujer vista a través del varón; la cual, siendo personificada del deseo erótico masculino, se ve sublimada —desviada de lo sexual—, convirtiéndose de seductora en “sabiduría milenaria”.

Al desaparecer el padre —en el inconsciente o en el consciente de Jung—, no es extraño que no tome en cuenta el “super-yo” freudiano —eminentemente paterno—, considerándolo con cierto menosprecio o simplemente ilegítimo.

Si bien Freud tiene claro su propio edipismo, fruto de riguroso autoanálisis, Jung jamás se cree edípico, a pesar de todos los síntomas: desprecio hacia el padre, lo cual causa su desaparición —o muerte— y atracción hacia la madre, a la que analiza —en toda mujer—, pero con verdadero temor y recelo, por considerarla peligrosamente ambivalente. A ello contribuye el hecho autobiográfico de que a los nueve años tiene una hermana, que no solo le arrebata en gran medida el amor que la madre profesa por él, sino, es, para colmo, del mismo sexo que su madre.

Ante la hostilidad de Jung hacia su padre y la imposibilidad de un acercamiento más tierno y amoroso de parte de la madre, se ve reducido a la soledad desde su infancia: soledad que perdura aún después de haberse casado y tener hijos.

Un mecanismo de defensa le ayuda a no enfrentar sus propios y agobiantes problemas emocionales y le lleva a la creencia del otro mundo puro y sublime, en donde la psique individual se diluye y pierde todo poder ante la colectividad: “inconsciente colectivo”, importante descubrimiento, el cual no riñe para nada con el “inconsciente individual” freudiano.

Otro mecanismo de defensa que le evita confrontar en la experiencia diaria sus problemas de personalidad se da con el hecho de que Jung rehuía a la gente y se veía más atraído por las ideas. Quizá lo más notable en su vida fue conocer personalmente a Freud en 1907, cuando contaba ya con seis años de experiencia en el campo de la psiquiatría, surgido antes que el psicoanálisis freudiano.

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