EL QUINTO PATIO
El precio de la fama
En la medida que se produce el divorcio entre la realidad y la fantasía —provocado por el exceso de poder—, surgen los escándalos de corrupción con su estela de rechazo por parte de una sociedad cansada, ofendida y francamente agobiada por la interminable secuencia de revelaciones sobre acciones sospechosas o delictivas de las autoridades de algunas de las instituciones más importantes del país.
Parte de ese hartazgo viene potenciado por la exhibición indecente de la nueva riqueza de quienes entraron a las entidades públicas con sus bienes propios de una clase media profesional y nada ostentosa, para salir de la burocracia cuatro años más tarde transformados en auténticos potentados con casas, yates, helicópteros y fincas surgidos de la nada.
La población quizás no sepa cuánto cuesta un Ferrari porque ni en el más extravagante de sus sueños podría adquirirlo. Y muchos ni siquiera imaginan verlo surgir por una avenida de la capital, bien custodiado por personal de seguridad cuyo salario es pagado con fondos públicos, porque en realidad no abundan estos automóviles de un lujo extremo en un país con tantas carencias. Tampoco es normal cruzarse en la calle con los Maserati ni los Lamborghini, los cuales sin aditamentos especiales valen la friolera de 200 mil y 350 mil dólares, respectivamente. Pero un funcionario cualquiera, carente de méritos especiales que pudieran justificar semejante lotería, se los puede costear con su salario de empleado público.
Dar el brinco a la fama puede ser muy costoso, sobre todo cuando esa fama es producto del rechazo colectivo de una sociedad cansada de los excesos y los abusos. Restregar en el rostro de la población una riqueza injustificable a partir del salario normal de la administración pública demuestra el poco temor que le tienen algunos burócratas al sistema de justicia y la confianza tácita en el silencio de las instituciones fiscalizadoras del gasto público y del comportamiento de los funcionarios.
La fama, como se puede colegir de la abundante exposición mediática actual de las autoridades, no siempre es algo bueno para el ego. El rechazo expresado por la ciudadanía ha sido suficientemente explícito y constituye un quiebre inesperado en el ambiente de tolerancia que había caracterizado las relaciones sociedad-gobierno. Pero no solo se limita a una exigencia de rendición de cuentas, abarca mucho más, con la demanda de cambios profundos del sistema político actual, de las leyes que lo rigen y de un nuevo marco de participación ciudadana, como nunca antes se había visto.
El estilo de administración pública que puso al expresidente uruguayo José Mujica en los medios internacionales como ejemplo de sencillez, moderación, transparencia y sensatez política, debería servir de molde para encajar en él a cualquier futuro contendiente a las posiciones más elevadas en el estamento político. No existe justificación alguna para que un estilo de gobierno honesto parezca una utopía imposible de realizar, si en el ínterin se articula un sistema de fiscalización ciudadana institucionalizado, eficaz y de presencia constante. Al final de cuentas, es quien pone el dinero y, por ende, comparte también la responsabilidad de vigilar el uso de los recursos que tanto le cuesta generar.
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